Te reconocí aunque con dudas. Llevabas en tu estela una pareja de niños que atrasaban tu andar. El pequeño te seguía obediente y en su rostro recordé el tuyo. La niña, con el diablo en el cuerpo, porfiaba en seguir rumbos distintos y continuamente la volvías a encarrilar.
Se me desperezó la primera sonrisa del día, sentado tranquilo en el banco. El niño tenía tu belleza pero esa pequeña molesta había heredado, como un espejo, tu indomable carácter. Me pareció una muy justa vuelta del destino el que probaras tu propia medicina.
Siento en mis costillas el codazo irritado, que sin ningún empacho, me das. Asustado, miro hacia la maestra por si nos ha visto y resignado bajo mi brazo para que puedas copiarme impune la tarea. Con un enojo que en realidad no sentía, fui tu principal asistente al dejar la primaria en aquellos años iniciales de la secundaria. Hasta te vanagloriabas de mi servidumbre charlando con tus amigas.
Ya menos inocente, comencé a entender que el mundo que nos rodeaba era al revés. Las mujeres parecían servir a los varones. Femenina hasta el tuétano, seguramente sentiste que tu reino tambaleaba y con un beso me marcaste como tu esclavo de por vida.
Mis labios sienten de nuevo esa suavidad. Me asombro ante su calor y creo hervir mientras lucho con el estorbo de mi nariz. Ese simple beso, que ni pasión ha sido, se quedó con parte de mi cerebro. Ni siquiera nuestro compañerismo, ya de juventud, me lo devolvió. Desde entonces, escamotea mi atención, me interrumpe sin ton ni son y me vuelve estúpido cuando más necesito ser inteligente. Siempre me distrae regresando a ese instante.
Rememorando, comprendo que llamé dolores a simples magullones. Cuando lo conocimos a Rodolfo le di un sincero apretón de manos ofreciendo mi amistad. Desde mi masculinidad no supe leer ese brillo distinto en tus ojos. Nuestro trío amistoso escondía solapado, la semilla fecunda de la traición.
Tarde, mi razón aburrida abrió por fin mis ojos y lo odié. Una furia homicida me poseyó y sin disimulo lo hubiera destrozado al, de pronto, extraño y lejano Rodolfo. Te veía aun inocente, raptada ignorante por ese pérfido personaje.
Ese fue mi primer dolor de hombre. Quedé sin aliento, sin luz. Perdí los sonidos y al apoyar la mano en mi pecho ni siquiera sentía el palpitar del corazón. Cuando reconocí que le brindabas un amor que nunca había sido mío, todo terminó.
Quedé vacío y desechable. Ni confrontación busqué y como un animal herido me arrastré lejos, a escondidas. Hubiera muerto antes de sentir tu lástima sobre mí.
Pasó el tiempo y varios amores fugaces. Reconstruí mi existencia y con sólidos ladrillos de realidad, levanté una casa a la que llamé hogar. La he recorrido mil veces y siempre encuentro un cuarto vacío. Viendo desde su ventana, mi memoria indulgente ha cambiado.
Nunca hubo promesas o compromisos. Aunque los hubiera habido, amargamente he aprendido que el amor no acepta mandatos. Si son impuestos, se esfuma y solo quedan un par de sonrisas huecas como un triste eco de lo que se perdió.
Por eso, ya con canas, he vuelto a recorrer estos lugares de infancia y juventud. Nunca sospecharás siquiera lo cerca que estoy. Mi amor no te pide nada, sólo saberte feliz. Quiero llenar ese cuarto vacío con, al menos, algunos retratos de vos.
Con una carcajada me sacudo tanta melancolía. En un rapto de genio, mi corazón me impulsa a una nueva aventura. La saboreo imaginándola, quizás me lleve mucho tiempo. Pero tu pequeña, tan distinta por fuera y tan igual por dentro, necesitará sin dudas a un viejo esclavo de enormes orejas que escuche, sin saber todavía, como resolver sus rebeldías.
Carlos Caro
Paraná, 17 de diciembre de 2013
Descargar: http://cort.as/D3aV
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