Reconozco ese cuerpo inerte en la banqueta; seco, árido como campo de cuyas tierras la lluvia se ha olvidado; medio muerto, como ese campo que dejó hace tiempo, para buscar según un sueño otras oportunidades en mundo incierto. Ahí veo a Isidro, que yace, cuerpo endeble, y mirada que se apaga, luz que ya se agota, que fluye, como fluía el agua de aquel río insignificante, pero límpido, cerca de la labranza, despejado como el alma del mismo Isidro, río que hoy es solamente adusto camino, tierra que se quiebra, acabada, como el cuerpo de un hombre que hoy yace con la sangre brotándole del vientre, con el alma yéndosele como se fue aquella agua; con la vida que se seca, como se secaron aquellas tierras que dejó lejanas.
Qué caros cuestan los sueños en las regiones inciertas. Qué barata es la vida, que por unos pesos, le arrebataron de una punzada. Allá en sus tierras, al menos la Nauyaca medio perdonaba, una punzada con la modestia propia de la naturaleza, que duele pero se admite; acá es terrible, acá todo lo truecan por moneda, hasta la sangre y la dignidad. Acá la gente rumia como no rumia ningún otro animal quién sabe qué tantos horrores, y los escupen en las caras de otros, para regocijarse. Y las estrellas, por estos rumbos, no se ven, las luces vacías las opacan. Qué lejos le parecen, a Isidro, el campo y toda su gente, qué lejos los sueños y las promesas de un volver.
Allá en sus tierras, a la Nauyaca se le teme y se le respeta, pues la naturaleza no es mala. Acá, en estas tierras inciertas, hasta lo natural se trueca y la gente parece ser infame por naturaleza; grises sus almas, como sus calles y cielos. La punzada duele pero se admite, y a veces los hay que se escapan, pero de esta, Isidro no se salva.
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