Carne moribunda

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La luz vacilante de mi última vela te hace ver misteriosa. Tu foto enmarcada entre flores marchitas toma volumen y tus ojos con una chispa de luz me vuelven a ver con pasión. Tu recuerdo es lo único que me reconforta en esta casa oscura y vacía. Lejos, arrumbado en el más distante rincón de mi mente, encuentro rastros de nuestros días felices. Encuentro el sol radiante sobre tu primera playa de mar, sin saber nadar, asustada hasta los dientes, no pude convencerte de adentrarte  más allá de tus rodillas. Oigo tus gritos casi infantiles mientras te salpicaba con saña y tu fingido enojo que mitigué con besos y caricias.

Se me escapa una sonrisa cuando veo tu rostro ansioso, con los ojos grandes por la sorpresa y una pizca de sospecha, mientras te mostraba sin serlo, con orgullo de dueño, esta casa. Cuánto me hiciste sufrir mientras la recorrías, creo que te divertías conmigo, hasta que finalmente con un cálido beso asentiste a transformarla en  nuestro hogar. Tanto era nuestro apego, que me  acompañabas contenta toda las mañanas hasta la puerta de mi trabajo. Más de un reto me ligué  por estar distraído imaginando tu regreso. Y al salir, ahí estaba tu sonrisa. Las caminatas de vuelta, tan tranquilas, tan conversadas de las novedades del día. Pese a mis protestas cargábamos por turnos el portafolio  y nos acariciábamos con la vista, con el tono de voz, con mi brazo sobre tu hombro o el tuyo  alrededor de mi cintura. He removido demasiado, las sombras vuelven a crecer y nos alcanzan.

Quería irme recordando nuestra  felicidad pero el hilo de mis pensamientos va recreando en lágrimas nuestro fin. La palidez de tu rostro demudado, mi incredulidad sin límites cuando el médico nos confirmó inapelable que tenías SIDA. Cómo se fue  desgajando nuestra intimidad con ese  mentiroso optimismo de sonrisas huecas. Cómo se fue haciendo desesperación cada momento compartido. Cómo el futuro, antes tan lejano, se nos acercaba impiadoso. Pudieron ser años, pero al fin creo que la misericordia trajo este invierno tan frío y con él tu pulmonía.

Ese fue el disparador de tu mal. Sin saber, ya lo sabíamos; ni lágrimas derramamos, nos dedicamos a amanecer juntos cada día siguiente.

Te traje a casa, abandoné el trabajo y entusiasta te demostré que era más feliz cuidándote. Solo hubo cariño durante esos meses. Nos fuimos consumiendo, vos en la carne y yo en mi mente. Cuando se terminó el dinero, excepto lo de este cuarto, empecé a vender todo lo que teníamos. En silencio, de  noche, cuando dormías. No pagué nada más, ni el agua, ni el gas, ni el alquiler. Solo mantuve la luz hasta que te fuiste. He llegado a hoy gracias al vecino que cada tanto me deja llenar el tanque de agua con una manguera.

Ya está por amanecer, por costumbre apago la vela, estos tiempos de estrechez han hecho de mí un avaro. La luz macilenta y gris que atraviesa la ventana te devuelve ceniza.

Veo mis manos desmayadas sobre la mesa, abro el cajón y saco la pistola reglamentaria de papá. Un oscuro presentimiento me la hizo conservar. Cuando la apoyo me transmite un ramalazo de ira; más tarde en la mañana vendrá el empleado judicial con la policía para desalojarme.

¡No permitiré que me echen como a un perro! Debo partir. En un instante estaremos juntos de nuevo. Determinado, pongo tu retrato boca abajo, no quiero que veas mi cara; tomo con fuerza la pistola pronta y…

Me condeno. No puedo. Dejo, abandono todo. Hasta la puerta abierta. Y solo soy carne moribunda que camina ya sin corazón.

 

Carlos Caro

Paraná 13 de agosto de 2013

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