Por fin. Estaba con ella, sobre la misma cama y bajo las mismas sábanas. Le parecía increíble, pero ahí yacía a su costado derecho. La tibieza de sus piernas, aquellas piernas bronceadas y desnudas, tan próximas más sin tocarle aún, le calentaban su sangre varonil. Se moría por sentirlas, por entrenzarse con ellas. Por un momento pensó que estaría soñando; por si así fuese, tenía cuidado de no despertarse. Despertar sería una crueldad. No se lo perdonaría jamás, ya que se disponía a paladear cada instante, y a ello se entregó.
El silencio y sombra de la noche los abrigó por completo, y se encontraron envueltos por una serenidad que ya era insoportable. A gritos pedía una interrupción que se estaba tardando. Tan solo se oían sus respiraciones, lentas y profundas, las mismas que dentro de poco se tornarían en jadeos. Ella respiraba entre cortados suspiros. Cada bocanada le hacia más libre, se relajaba y aceptaba el momento que aún creía ensueño, pues había fantaseado el compartir una noche y una cama con él desde hacia ya demasiado tiempo.
Movida por un deseo inaplazable, estiró su mano derecha hacia el, tomó su rostro y lo volteó hacia ella. Sin advertírselo, buscó el lunar de su barbilla para obsequiarle un beso; pero falló su tino y se encontró con sus labios.
Cuando él sintió sus labios, aquellos labios fresas y jugosos a los que tan solo se había acercado en sus ilusiones, un estremecimiento de placer excitó sus sentidos. Ignoraba que tras este primero venía un raudal de besos, caricias y mordisqueos que durante tres días con sus noches le torturarían sin remedio y sin medida.
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