La situación se tornaba desesperante. El señor Enrique llevaba varias horas atrapado en un ascensor de un edificio donde no residía nadie.
Enrique era un caballero de avanzada edad que residía en el interior del país y tenía una segunda vivienda en la costa, la cual la utilizaba para pasar buenas temporadas aprovechándose de la bonanza climatológica de la zona. Había decidido venderla. Se iba haciendo mayor y cada vez le costaba más desplazarse hasta allí. Era invierno y él pensó que era una buena época para ponerla en venta, así que se desplazó hasta allí y contactó con un caballero que regentaba una agencia inmobiliaria para que la ofertara a sus clientes. Después realizó algunas compras para retocar las cosillas que tenía defectuosas y se dirigió a su casa. Iba algo cargado, así que como vivía en un cuarto piso, tomó el ascensor. Pulsó la planta 4 y, tras cerrar, el ascensor empezó a subir. A la altura de la planta 3 comenzó a tambalearse y se paró.
Allí se encontraba, no había cogido el móvil y era consciente de que en el edificio no vivía nadie en esa época del año, así que era inútil pulsar la alarma ni gritar, nadie le oiría.
La ansiedad estaba apoderándose de él y empezaba a dejar huella. Tenía sensación de que le faltaba el aire y sobre todo el saber que allí no había nadie y que no lo podían sacar.
Empezó a pensar en otro espacio cerrado que tenía escondido en un lugar de su mente: una tumba.
Enrique tenía el corazón delicado, había sufrido algún que otro achaque, y empezó a notar un aceleramiento de los latidos. Llevaba ya muchas horas encerrado.
Llegó la noche y la oscuridad se apoderó de la situación. No se veía ni un haz de luz y el silencio era estremecedor. La claustrofobia apareció y empezó a lanzar patadas por todos lados haciendo temblar al ascensor. Se estaba destrozando las manos de los golpes que daba contra el espejo, con sangre en el rostro, se estaba dejando la piel. Prefería que se cayese y estrellase a estar allí. Se quedó totalmente aturdido. La situación era de pavor.
Le empezó a entrar un ataque de pánico. El corazón se le salía por la boca. En momentos así, es difícil no imaginarse lo peor. Una muerte lenta y fea. La visión de que alguien encontraría su cadáver era cada vez más plausible y aterradora.
Pasaba el tiempo y sus esperanzas de que alguien entrase en aquel maldito edificio eran ínfimas.
Aparecieron las náuseas y surgieron los vómitos. Voy a morir, repetía en una esquina del ascensor, agazapado como un caracol, con restos de vómitos y orina por el suelo y un hedor inaguantable. Sentía que se estaba volviendo loco y que iba a morir sin que nadie se entere, sin que pueda hacer nada. Estaba perdiendo el control de forma extrema. Su corazón latía con fuerza, todo parecía irreal y tenía una fuerte sensación de calamidad inminente. El tratar de escapar de esa situación de pánico era agotador. Estaba sudoroso y mareado y sentía un cosquilleo en sus manos entumecidas. Estaba perdiendo la razón y se sentía al borde de la muerte.
Un fuerte dolor en el tórax le dejo paralizado y comenzó a hiperventilar. Se quedaba sin aliento. Poco a poco se fue diluyendo hasta que se le paró el corazón.
El señor Enrique falleció a las 11;10 horas.
A las 11;15 horas abría el portal del edificio el caballero de la inmobiliaria que entraba con un cliente para enseñarle el piso en venta del señor Enrique.
eusebio efe.
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