Voy transitando tranquilo en el automóvil, bien sobre la derecha para no molestar a nadie. Total, a los muy viejos sólo nos esperan los animales. En mi caso: Chichón. Ese perro molesta mi soledad con sus diabluras y me permite diferenciar aun los días.
¿Otro más? Es el tercer campeón de fórmula uno que me pide paso con su prepotente bocina. Pongo el guiño, prendo la baliza, le hago señas ¡No sé que más pretende!
Finalmente me sobrepasa mascullando algo que no entiendo. Por las dudas lo saludo con los dedos, haciéndole la V de la victoria ¿O sólo levanté el dedo medio?
Se ha hecho tarde. Me sorprenden las farolas de la calle que acaban de encenderse, ya está oscuro. Regreso.
Abro los portones del garaje y enciendo la luz. Al subirme nuevamente al coche me doy cuenta que se han quemado dos bombillas y casi no veo la entrada. No tiene importancia, me digo, hace más de cuarenta años que lo uso. Hasta con los ojos vendados podría entrar. Tal cual, aterrizaje perfecto. Sólo me molesta ese escalón de la entrada, parece que hubiera crecido. Decido una vez más colocarle una pequeña rampa y como siempre, lo dejo para mañana.
Cierro los portones y al hacerlo recuerdo mi primer encuentro con Chichón: yo salía cargado con las bolsas de basura de casi una semana, enojado por mi propio abandono y allí estaba él. El perro más pequeñamente feo que hubiera visto en mi vida. El rabo parecía las alas de un colibrí, sin dudas se reía de mí y sus piruetas terminaron derrumbando el mal humor. Cuando entré con él tropecé y me pegué tal golpe en la pantorrilla que al día siguiente tenía su nombre amoratado sobre ella.
¡Qué descuido! He dejado abierta la puerta que comunica al garaje con la casa. Debo poner más atención.
¡Chichoónn! Qué extraño no me esté revoloteando.
Debe estar en el jardín, no soporta a los gatos. Más vale espantar al gato que tratar de calmarlo.
¡Chichoónn! No lo siento Reviso y le completo agua y comida; casi no quedaba, de modo que comió hasta hace poco.
Subo a los deshabitados dormitorios ¿Chichón? ¿No estarás masticando el cubrecama de Elsa, no? No.
Enciendo todas las luces, me apresuro de cuarto en cuarto. El frío del miedo va invadiendo mi corazón ¡¿Dónde estás manojo de pelos?! ¡Ingrato, ladrame!
Abro las ventanas para mirar hacia fuera, vana ilusión que ya sé inútil, pues todo estaba cerrado.
He pasado la noche en vela, sin comer ¡Chichoónn!
Siento que tengo muy baja la presión, debo salir ¡ya! o no saldré.
Como sonámbulo abro los portones y arrancando salgo con el auto golpeando nuevamente el escalón. Desde otra dimensión, a través del parabrisas lo veo. Aplastado por las huellas de los neumáticos, todavía muerde la pelotita amarilla que le regalé la semana pasada.
Carlos Caro
Paraná, 30 de enero de 2013
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