No vaciló doña Brígida, la mujer más pía y recta del pueblo, en ponerle a sus dos hijas nombres muy en consonancia con su beaturronería. Así, llamó Asunción a la mayor y Ascensión a la más joven, convencida de que su decisión agradaría mucho no sólo a don Facundo, el cura párroco, sino también a su Santísimo Jefe.
No quiso precisamente este último ser ecuánime y justo con las muchachas y dotó a la más pequeña de todos los encantos naturales que a la mayor le faltaban. De este modo, Ascensión tenía una belleza exhuberante y salvaje, y la pobre Asunción era un compendio de toda la fealdad física que pueda caber en una hembra. Si Ascensión era alta y esbelta, Asunción era recortadita y rechoncha; si aquélla era de labios carnosos y sensuales, ésta era de boca pequeña y sumida; si la menor tenía el pelo moreno, voluminoso y ondulado, la mayor tenía el cabello lacio y escaso de vida. Eso sí, como Dios aprieta pero no ahoga(¿?), si dotó de un rasgo físico a Asunción que Ascensión no poseía, pues tenía unos ojos del color del cielo, cuya mirada campaba a su albedrío en distintas direcciones y nunca en la adecuada, desconcertando a quien con ella hablaba.
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