DELANTE DE OCHENTA Y NUEVE VELAS

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Sus días se acababan, era hora de ordenar las piezas que componían su vida. Su esfuerzo había valido la pena, ya era hora de cerrar la puerta. Cincuenta y tres años de incertidumbres sobre como arraigarse a algo más que no fuesen sus dudas. Ese inmenso dolor de mujer sufrida, madre coraje y niña desatendida.

 

Ella, Ana Expósito Romero de Sigüenza, quería dejar atrás sus malos recuerdos, sus inacabados pensamientos de ¿cuál fue el origen? De ¿quién la trajo al mundo? ¿Quiénes eran sus padres?, al sentir un velado desarraigo con los que decían ser sus hermanos y progenitores. Sus ojos azules, la marca del brazo y un sinfín de minúsculos detalles que la hacían diferente. Sus buenas notas, su aplicado deber, incluso, su insuperable paciencia, la distaban de todos ellos.

 

Y por eso estaba allí, tras toparse por casualidad con un anciano en el metro que, al oírla presentarse por el teléfono móvil, le había contado el origen de su segundo nombre.

 

-“Sabe usted que ese nombre significa “niño abandonado” (Ex pósitus) en latín, “puesto fuera”. Los padres romanos tenían la potestad de dejar al hijo no deseado, o repudiado, fuera de su protección familiar. Lo cual les acarreaba el desprecio inmediato de la sociedad. ¿Es usted de Lugo o Jaén? ¿Qué día cumple?”-

 

Preguntas insignificantes pero que la habían hecho pensar. En desacuerdo con sus hijos, pero decidida. Segura de que el momento no era el adecuado. El día elegido no debía ser más que un día especial para cualquiera, pero estaba cansada, harta de ver en sus hermanos a extraños, deambulando por las veredas más inhóspitas de barrios inmundos en busca de su dosis diaria.

 

Y hoy tendría que sufrirlos de nuevo. Hoy debía mantener las formas, le apuntaban desde casa. Pero los días se le agotaban, ya no tendría mucho más tiempo, quería saberlo. Hoy era la única oportunidad de encarar sus ojos y preguntarle lo que tanto esperó, por respeto.

 

Y delante de ochenta y nueve velas encendidas, entre sus descarriada y patética familia, delante de la foto del que había ejercido de padre hasta los diecinueve y con dos pares de ojos atravesándole el corazón, antes de que una segunda aneurisma hiciera que su débil corazón le fallase definitivamente, preguntó, mirando inquisitiva sus negros ojos ¿en verdad soy hija vuestra, madre?


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