Alergénicos (segunda parte).

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-Voy a por el segundo whiskey a ver si puedo dormir algo más.

-Vale.

Fue a tientas hasta la cocina y pisó su rabo, largo, apenas sin pelo, enroscado contra el hocico con la punta asomándole por fuera del botón. Se quedó observándole: animal y hombre se miraban fijamente, un desafío tierno, más cuestión de respeto que de rabia como dos boxeadores clavándose a los ojos en el pesaje previo al combate... solo los púgiles novatos o inseguros se fijan con odio en su oponente, en cambio, los más veteranos, los acostumbrados a pelear, los que entendían las dieciséis cuerdas como vida en lugar de guerra, aprendizaje en vez de éxito, escape de su vida de mierda soportando a niños gritones, jefes incualificados, mujeres frustrantes más allá del gimnasio y la lona, alcanzaban un clímax casi sexual de complicidad con el rival, ambos saben de que se trata, porqué están ahí que significan esos asaltos golpeándose el uno al otro, intercambiando sudor, saliva, sentimientos... los buenos boxeadores, los grandes boxeadores nunca se sienten el uno al otro como enemigos, sino como compañeros, igual que mi perro y mi esposo, de ese modo se fijaban el uno en el otro: recuerdo que hace meses se miraron durante más de una hora igual que si estuviesen observando un cuadro tan sumamente obvio que su cerebro creyera imposible lo que estuviese pintando en él -Ceci n'est pas une pipe-, a veces la lógica resulta tan hiriente que preferimos retorcer la realidad hasta secar su esencia como zumo de naranja ácido manchando el sabor a vodka.

El perro comenzó a menear la cola, sin separar sus ojos del tipo que tenía enfrente... dos cagadas apestaban la cocina... las recogió. Nunca había visto una muestra de amor tan pura como aquel hombre limpiando los orines, los zurullos y los vómitos de un animal que le enfermaba dolorosamente: el picor era igual que cienmil pulgas mordiendo el mismo trozo de carne con sus dientes forjados en carbón ardiendo. A veces restos de caca se pegaban en los pelos del culo y era él, mi marido quien se lo limpiaba con jabón y toallas húmedas: es fácil hacer favores a los que nos tratan bien, no cuesta nada arreglarle la lavadora al vecino que se la marca a través del vaquero un pollón que le llega hasta la mitad del muslo, mantenerle la puerta a la viejita del cuarto piso que nos da fiambreras cargadas de comida es un placer... lo jodido, lo que realmente nos provoca úlceras es ayudar con las bolsas de la compra al tipo que hace fiestas los viernes durante toda la noche, regarle los geranios al que vive delante el que siempre pide que le eches un ojo a su casa cuando sale de vacaciones y nunca te trae más que un “gracias” cuando vuelve... es sencillo amar al prójimo como a ti mismo siempre que el prójimo sea todo tetas, todo sonrisas, todo placer... pero limpiarle el ano a un animal que te hace arder el cuerpo como si fueras un pescado cocinado en mojo verde solo porque sabes que a mi me provoca demasiado el olor a mierda, amigo, ahí si demuestras amarme auténticamente.

Tiró los excrementos a la basura, fregó la cocina con amoniaco casi puro, apenas puso agua en el cubo y se sentó con su nuevo whiskey en el sofá de la tele, sin encenderla, simplemente dándose el gusto de no-pensar... el perro se subió, comenzó a lamerle las ronchas: a cambio el le acariciaba el lomo... después de todo no era culpa del chucho. Empezaron a escocerle: cogió un tenedor sobre el plato sucio que estaba en la mesita -fregábamos la loza de la noche tras el desayuno, nunca inmediatamente- y se restregó bien con él por donde el animal acababa de pasarle la lengua, con furia, hasta sangrarse, las cuatro puás llenas de grasa y salsa de tomate, no le importaba una posible infección, desgarrarse heridas viejas, en ese momento solo quería terminar con el picor, así somos siempre: cuatro meses a dieta, perdemos 14 quilos, pero cuando la ansiedad ataca echamos por la mierda el esfuerzo, zampamos un litro de helado en el congelador del que nadie se acordaba, noche loca, las mejores tetas del mundo y sin condones... vale la pena... hipotecamos el eterno por el segundo.

Apuró la copa, acarició una última vez al perro y volvió al colchón conmigo. Cuando me dio la espalda también me giré, besé su cuello, su oreja, empecé a descender hasta la polla, estaba lo suficientemente dura, así que tuvimos que parar para coger el lubricante, debíamos darnos prisa en untársela antes de que se pusiera otra vez fofa, era lo único que envidiaba del sexo heterosexual, lo único que envidiaba de las vaginas: que nuestros culos no pudieran lubricar tan solo con ponernos cachondos.

Me levanté para coger el tarro. Al darme la vuelta allí estaba: el perro, dando arcadas, caminando por encima de la cama, pisando sin querer su cuerpo llagado hasta que por fin vomitó en la almohada.

-Me da que está enfermo otra vez.

-Sí: habrá que llevarlo al veterinario en cuanto abran.

-Sí, creo que sí.

No jodimos, en lugar de ello tuvo que levantarse, quitar la funda de la almohada y echarla a lavar: después estuvo todo el rato pendiente del animal acariciándole con una mano mientras con la otra se rascaba las ronchas. Su amor es tan puro que logra derretirme.


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