La pena de otro

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Se sentía inmensamente agobiado y apenas podía tomar oxígeno, pues respirar cuando sabes que vas a morir se torna bastante difícil. Un sudor frío recorría su inmensa frente abollada y su rostro manifestaba una expresión agonizante. Nada tenía ya sentido y ni tan siquiera su última cena ocupaba un lugar en sus pensamientos, ya que consideraba irrelevante degustar un estofado con patatas o un triste trozo de pan seco, duro y rancio, pues había de morir igual, a la misma hora, en el mismo lugar y a manos del mismo verdugo cruel y de aspecto macabro, aunque tal vez tan solo lo aparentase y realmente fuese buena persona, pero no creía vivir lo suficiente para averiguarlo.

Lo peor era el hecho de ser inocente y aun así tener que perecer de forma tan brutal. Recordaba perfectamente como la policía se presentó en su casa y como no les abrió a tiempo derribaron la puerta en un alarde de brutalidad y sin mediar palabra con él lo arrestaron, poniéndole las esposas con desprecio y arrastrándole hacia su cautiverio. El juicio fue breve y a pesar de la total falta de pruebas o testigos que corroborasen su crimen, fue sentenciado a morir decapitado.

Ahora él no lloraba, pues largas fueron aquellas noches en vela desgañitándose de dolor, pero no físico, sino del alma, se sentía corrompido por un delito, una maldad que él nunca hubo cometido, era víctima del crimen de otro u otros individuos a los que él no conocía, o tal vez aquella persona se suicidase, no habiendo ningún culpable, pero es sabido por todos que cuando no hay nadie a quien acusar se culpa al que no puede defenderse y aquello era lo que a él le había pasado. A nadie le importaba que no conociese a la persona asesinada, ni que otros individuos lo catalogaran como buena persona y buen ciudadano, pues estaba sentenciado a pagar la culpa de otro.

Finalmente fue visitado por un carcelero que le dio la primera buena noticia desde que entró allí—:

—Alguien ha convencido al gobernador para que conmute tu pena de muerte a cadena perpetua, eres un tipo con suerte, por lo que te recomiendo que dejes de lloriquear, quien sabe, tal vez no mueras entre rejas.

Se sintió profundamente aliviado al oír esas palabras y tras agradecerle la noticia y comunicarle a su interlocutor que podía retirarse, se sentó en su sucia cama sonriendo por primera vez desde que se hallaba allí.


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