Mikel no sabía cómo había llegado ahí. Su último recuerdo se remontaba al momento en el que paseaba por un parque a las afueras de la ciudad. A veces, en casa, la angustia y la claustrofobia podían con él. Lo único que podía paliar esa situación era caminar, rodeado de las farolas encendidas y el lejano ruido de los grillos, que lo saludaban desde el subsuelo, a altas horas de la madrugada. La paz y el sosiego vencían el agobio provocado por fantasmas del pasado. Al menos en los momentos de paseo por el mágico lugar.
Pero ahora era un largo pasillo lo que estaba recorriendo el desorientado hombre. Una tímida luz dotaba al lugar de un aspecto tétrico. Parecía un hotel caído en un agujero de olvido y abandono. El tiempo parecía haberse estancado, dotando a paredes y puertas de un encanto añejo. La mirada de Mikel estaba fija en la puerta que lo esperaba al final del pasillo. Parecía que lo llamaba, que lo atraía con una fuerza invisible que lo hacía sumiso. El lugar jugaba con su voluntad. El pomo de la puerta había perdido su color, víctima, aparentemente, del paso del tiempo. Estaba caliente, contrastando con la temperatura baja que reinaba en el lugar. No mostró resistencia, por lo que Mikel no tuvo que forzar demasiado el picaporte para descubrir el misterio.
Gracias a la luz que se filtraba del pasillo, nuestro protagonista pudo ver unas escaleras que descendían hacia la espesa oscuridad, una oscuridad que parecía devorar el lugar cual depredador hambriento. No había paredes alrededor, ni siquiera un pasamanos que diera seguridad a nuestro amigo. Comenzó a descender rumbo a lo desconocido, lentamente, rompiendo el silencio.
Tras cinco minutos de travesía, las escaleras dieron paso a un suelo duro, de piedra quizás. En ese lugar hacía aún más frío. Mikel divisó al fondo de las tinieblas un punto de luz. La curiosidad y el desconcierto poseían al solitario hombre. Al acercarse se percató de que esa luminosidad, en el centro de la nada, tenía un tono azulado. La esperanza que le suscitó relacionar esa luz con una posible salida se truncó cuando alcanzó a ver el enigma. Un antiguo televisor lo esperaba, rompiendo la oscuridad de alrededor. Mikel no entendía nada, pensaba que se volvería loco. De pronto, el aparato comenzó a emitir imágenes. Casi pierde el conocimiento al percatarse de lo que la televisión le mostraba. Aparecía él, en diferentes etapas de su vida, una vida llena de sufrimiento, padecido y ocasionado. No quería mirar, volvía la ansiedad y la claustrofobia. Su cuerpo temblaba y las lágrimas afloraron al comprender que quedaría esclavo de sus recuerdos para siempre, en ese inframundo al que descendió sin mirar atrás, sin poder recular.
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