Cuando llegó a lo alto sólo pudo mirar a su alrededor. Echó incluso la vista atrás. Miró hacia bambalinas viendo todo a lo que había renunciado, a todo el sufrimiento pero inmediatamente miró a la sala y ahí vió su recompensa. Una de las mayores de su vida.
Estaba sobre el escenario más majestuoso jamás conocido donde muy pocos han podido llegar. La iluminación de la candileja era el atardecer más Jermoso que había visto nunca. Tomó a pequeños tragos oxígeno intentando recuperar el aliento. Acababa de interpretar, hasta la fecha, una de las más grandes obras de su carrera. Uno de sus mayores ascensos. Con esa obra enfrentó sus más terribles temores y también aprendió a amar y a olvidar el odio de todo lo que en su camino se cruzó.
La orquesta le dedicó un concierto por su increíble representación, el susurro del viento silbando entre cada una de las rocas con la percusión de los más pequeños hierbajos chocando entre sí. Respiró profundamente dejándose envolver por aquel maravilloso sonido.
Se acercó lentamente al proscenio para poder sentir la inmensidad del momento mientras cerraba sus ojos. Notó, por unos instantes, la inmortalidad.
Ya en el borde abrió de nuevo los ojos para ver a su imponente público y gozar de sus aplausos en forma de canto de chovas piquigualdas. Como todo buen artista, dedicó una reverencia hacia los palcos donde se hallaba su público más destacado como eran Doña Peña Santa de Castilla al frente o a Don Friero a su izquierda. También se permitió el lujo de lanzarle unos besos a Doña Palanca porque sabía que la conquistaría a la mañana siguiente aunque lo mirara receloso Don Torre del Llambrión.
Después del gesto de aprobación de los más importantes de la sala dirigió su mirada a la platea. Les dedicó igualmente una reverencia y saludó, con especial cariño, a los que se había encontrado en su increíble camino y con los que había hecho una gran amistad como Pablo con su delantal. Incluso se quitó el sombrero cuando vió en el gallinero a su amigo Rupicapra.
Las luces de las candilejas se fueron apagando poco a poco y el telón, ese inmenso mar de nubes, fue cerrando la preciada estampa.
Pasaron los años y el virtuoso artista representó obras excepcionales en teatros muy reconocidos internacionalmente. Siguió maravillándose con sus estupendos públicos pero algo en su interior le hacía siempre recordar que donde dejo el corazón fue siempre en el Macizo Central.
Acudió de nuevo al Teatro de la 20 con la 64 por la calle de Asotín para recuperarlo. Cuando pisó el escenario de feldespato, cuarzo y mica; miró impactado a la sala. Todo su público estaba allí reunido para ovacionarle. Sintió una presión en su pecho al verlos a todos de nuevo. Lloró de felicidad. Fueron tantas sus lágrimas que fue esta vez Doña Palanca la que lo quiso besar y fue justo ahí cuando se dió cuenta, como muchos de nosotros, que cuando ese tremendo Collado te deja conquistarlo, el corazón le regalas como moneda de cambio.
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