Las columnas, maquiavélicas, se abalanzan teniendo como única intención hundirlo, hacer de una deprimida piedra su ataúd acuático. Docenas de gotas se arrojan a sus alas mordiendolas hasta que no puede moverlas, pero agarrando su parte inferior exprime toda la fuerza dada anteriormente por otros para agitar sus, ahora, aletas, y penetrar en el aire. Se refugia bajo un saliente de su cárcel, sólo entonces sus patas le recuerdan que no es un ser bipedo y desfallecen a favor de cuatro, y tres mordiscos, consecutivamente. Agarra, muerde, succiona cada microscópico saliente de su ya claro ataúd gris y pega su boca a la piedra desesperado por el hielo psicológico formado en sus extremidades inferiores. Los patines se hunden bajo sus dedos, y sobre ellos exhala el postrero aliento pétreo decidiendo así si la mar o la piedra acuchillaría sus pulmones.
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