No puedo parar de mover mis ojos. Mojar cada centímetro de ellos para ver mejor. No puedo oír ni sentir. No puedo hablar ni gritar. Solo puedo verlo todo.
No tengo párpados que cerrar para dejar de ver esta atrocidad. No puedo hacer nada para parar de verlo. Solo quiero dejar de mirar. Entonces, ahí esta. Una ventana, grande, totalmente transparente. Al otro lado, la libertad.
Puedo oler la hierba, sentir su tacto, escuchar el viento quieto rozar contra sus brazos. Puedo ir. Quiero ir. Necesito ir. Solo tendría que levantarme de aquí y salir corriendo, saltar por la ventana y abrazar la hierba.
Entonces decidí mover mi pierna izquierda arrastrando la suela de mis zapatos por el suelo de granito. El sonido era detestable, horrible. E inexistente. Seguí hasta sentir mi rodilla derecha en la pata de la mesa y salí corriendo lo más rápido que pude de allí. Pasé entre las mesas esquivando sus miradas. Me corromperían si los miraba. Solo crucé la puerta con mis ojos sin párpados y corrí afuera.
Después de años corriendo sentí en mis pies ya desnudos el asfalto ardiente y corrí.
Después noté en mis pies ya quemados el hielo, y corrí sin pararme. Vi algo hermoso, era la hierba, y esta vez podía pestañear, oler, hablar, gritar y amar. Lo hice. Era feliz. Pasé años siendo feliz en esa hierba. Nunca cambió esa sensación. Hasta que cientos de perros se escaparon siguiendo a una sombra. Entonces todo cambió.
Me levanté y corrí. Pero esta vez con una sonrisa. Nadie más podría sentir la felicidad. Me la llevaba conmigo, entre mis pies de hueso y piel sentía la felicidad correr. Pero pisaba granito.
Fué entonces cuando alcé la vista y vi mi historia.
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