La cabeza recia, marcadas las facciones; nariz aguileña, mandíbula angulosa, labios finos que dan a la boca rictus como de asco, los ojos grises de mirada torva, la frente despejada por la retirada del cabello, el cuello fibroso; la nuez sobresaliente, brillante, herida; el traje negro con visos de mugre. La mano que tiende blanda, parece fría, porta en uno de sus dedos un sello de oro; pequeño, parece de niño, gastado.
Lo lamento mucho, señora. ¿Dónde lo ponemos?
Las puertas del desvencijado ascensor permanecían abiertas. El hombre se apoyaba en la reja exterior, como cediendo el paso. En el suelo, un cuerpo, desmoronado de forma inverosímil, demostraba que el empleado de la funeraria no había dejado que el cadáver subiera solo.
La pobre mujer no tardó en desmayarse, dando con ello oportunidad para que aquel hombre esbozara una fría sonrisa dejando ver el amarillo metal que enfundaba un par de sus dientes.
Mientras; el niño de grandes ojos, ahora desmesuradamente abiertos de asombro y terror, medio oculto tras la entreabierta puerta del piso, grababa en su mente el retrato de aquel hombre.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales