Pecado original

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Así como los grandes pensadores de la Historia se preocuparon de los problemas de la metafísica, la ética, la religión o la antropología yo me empleaba a fondo, sobre un trozo de tierra gaditana en los menesteres de la holgazanería.

La turbación del mar bajo aquel cielo incendiado otorgaba en mí una soltura mental que sólo podía ser interrumpida por la excesiva calor del pellejo sobre la albina arena.

En un mundo en el que el pensamiento tiende a la despersonalización y la uniformidad la reflexión me hizo cuestionar no sólo mi presente sino también mi futuro, y mientras tanto, me recreaba entre cuerpos desnudos de mujeres que mostraban sin pudor alguno lo fecundo, a nuestra imagen y semejanza dominaba sobre las aves en el cielo y sobre los peces en el mar.

Era todo raro, demasiado violento y hasta grotesco, maldije el séptimo día y a la costilla de Adán, condené mi lozana juventud y mi saber baldío porque todo me recordaba que todo seguía igual.

Estábamos desnudos, pero no sentíamos vergüenza los unos de los otros, ellas, conocedoras del bien y del mal, hermosas y distraídas, gobernaban sobre la astuta serpiente que habitaba bajo mi ombligo.

Algunas, hijas de Eva, desconocedoras de cualquier castigo divino, corrían sobre la orilla del mar.

Parecíome interesadas en mí y desenvolvían sus encantos con especial maña para colmo de mi sonrojo.

Danzaban con delicadeza entre algodones púbicas frente a un luciferino mar.

Aquellas varonas espabilaron mi atención, si bien no encontrarían sabiduría alguna podrían al menos comer y regodearse con tan lozano zagal.

Una de ellas comenzó a acercarse a mí y mi lasciva sierpes se arrastró hacia el ombligo.

Una molesta rigidez regía mi cuerpo que era una planta de tronco grueso, leñoso y alto, cuyas ramas, ansiosas por tocar, se extendían hacia ellas.

Mi boca, fruto prohibido, comenzó una agradable correría por la alameda de entre sus piernas morenas.

Vencida la flora, el corazón de mi fruto salía palpitante de entre mis labios hacia un vasto, lóbrego y salado corredor que palpitaba dificultándome tan grata empresa.

Fantaseé con la idea de que esta ingenua pecadora compartiera con su marido mi aún verde fruto pero ni tenía pareja ni versículo cabida en tales circunstancias.

Nosotros, sudorosos seres perdidos, nos fundimos dejando a un lado la delicadeza; rompiendo ramas que estorbaran dábamos un colosal salto hacia un otoño de hojas caídas en la cándida arena sin posibilidad de traspasar nuestras carnes.

Sobre hojas caminó la astuta serpiente antes de que incitara a aquella madre común.

Sentóse sobre el reptil aplastándola sin compasión; el dominio del hombre sobre el animal, y vio Dios que era buena.

Me besó y llegó el invierno mojando la floresta donde reposaba tranquila mi ovípara compañera.

Entonces se le abrieron los ojos y nos dimos cuenta que aquellas hembras en la orilla reían con hermosa timidez.

Como si oyera los pasos del Señor mi compañera se levantó y se escondió de su posible vista en las profundidades del mar.

Y llegó la primavera...


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