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Lo frígido hacia lo insulso.
Por FranRdguez
Enviado el 09/09/2014, clasificado en Drama
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A mí abuela Ana, la mujer de mi vida.
LO FRÍGIDO HACIA LO INSULSO
por Fran Rdguez. ...
Cuarenta gélidos escalones, cuarenta álgidos trozos de piedra dura componían el arduo camino que culminaría en lo insípido, en la sin gracia, en lo insulso.
Antes de salir, Charles Gifford se humedecía el cogote con abundante colonia y se retocaba el bigote delante del espejo, era entonces cuando no podía evitar recordar a Gladys; según ella, su marido tenía el mismo semblante que el de Clark Gable y presumía en la panadería de ello cada mañana.
Al coger las llaves de la entrada no pudo olvidar agarrar también el ramillete de narcisos amarillos.
Cada mañana, antes del trabajo, Berniece le llevaba a Gifford un manojo de flores diferente. Al principio, no supo el motivo por el cual el anciano le encargaba esto cada jornada, simplemente se limitaba a su trabajo como asistenta.
Un día le trajo un hermoso ramo de Anagallis monelli, una especie de la familia de Myrsinaceae que se distribuía de Marruecos hasta Siria pero que el florista había conseguido traer a su tienda tras no fáciles negociaciones con un distribuidor de Cádiz. Estas flores poseían un color azul muy intenso y sostenían cinco pétalos ovalados extendidos radialmente. Según Tilford, el florista, estos pétalos se cerraban por la noche para abrirse con la luz del sol, realmente digno de cualquier milagro de un Dios.
Aquella mañana la chica depositó en la entrada los narcisos y para el día siguiente no olvidó encargar a Tilford un buen manojo de rosas rojas para su señor.
Gifford siempre se caracterizó en la zona por su picardía graciosa hacia las muchachas guapas del barrio. Tras jubilarse le encantaba asomarse cada mañana a la ventana de su habitación para proferir a las mocitas que pasaban las afables galanterías que hacían que las muchachas se ruborizaban y sonrieran de camino a la escuela, también era conocido por su formidable sentido del humor y por su asistencia cada Domingo a la Misa de la parroquia de la barriada pero esto último dejó de hacerlo desde que ocurrió aquel accidente; en definitiva, se trataba de un sujeto gigantesco pero esa noche setenta y nueve abriles le pesaban más que toneladas de acero.
Dicen por ahí que hay que sonreír a pesar de todo, que podemos tener lo que queramos y cuando queramos con sólo imaginarlo y desearlo; para Gifford, lo que verdaderamente le arrancaba una sonrisa era bajar cada noche al desguarnecido cementerio que tenía debajo de casa y allí, junto con un inmenso escaparate lunar, poder olisquear el más portentoso perfume floral; un perfume soberbio, hechicero, digno de ser el mejor de los placeres olfativos.
La luna siempre llevaba varias horas en el cielo cuando Gifford abría la puerta de su piso y encendía la luz de la escalera, probablemente medio barrio descansaba a la luz tenue de un agradable fogón tras una jornada de duro trabajo. Intentaba hacer el menor ruido posible, no quería despertar a ningún vecino.
Cuando por fin conseguía abrir la puerta de su piso apretaba los dientes y oprimía sus decrépitas manos contra el mullido reposabrazos de su sillita, debieron ser las dos de la madrugada.
Lentamente dejaba caer su cuerpo hasta estar plenamente en el suelo que era hielo y tras pegar varias patadas a la sillita para dejarla dentro de casa cerraba la puerta, respiraba y era esa fuerte respiración la que le marcaba cada noche el pistoletazo de salida hacia el exterior.
Cuarenta escalones amenazadores no suponían nada si los afrontaba con sangre fría, pensaba que estaba loco, simplemente estaba enamorado, no debía estropear ningún narciso esa fría noche.
Bajando y bajando se empapaba de remotos recuerdos que hacían mucho más fácil el camino.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco… treinta y cinco y Gladys en la cocina preparando café para dos ¡No debes tomar tanta azúcar querido! ¿Ha comenzado ya la corrida? ¿Ha salido ya Dominguín? La pobre salía corriendo hacia el salón con la bandeja del té y tras colocarla en la mesa se sentaba impacientemente a su lado a esperar ver a torear a su torero favorito ¡Te lo digo yo Gifford! ¡Esta vez también el rabo! Era preciosa a la hora del café.
Seis, siete, ocho, nueve, diez…treinta y era domingo ¿La marrón o la negra? ¡No olvides el sombrero! ¿Estás despierto? Cada domingo a las seis de la mañana era inevitable no despertar con una sonrisa, el piso estaba lleno de vida, lleno de trajín, era el día del Señor, ¡la marrón Gladys! Olía a tostadas y en la radio sonaba “Siga el Corso” de Gardel, entonces ella se iba para la habitación y tras abrir la ventana para dejar entrar el fresco matutino comenzaba a mover la cintura y los brazos y su cuerpo se sumergía en un intenso baile al ritmo de tango, parecía mujer cretense.
Once, doce, trece, catorce, quince… veinticinco y una mañana cualquiera en la ventana de la habitación ¡Si Cristóbal Colón te viera diría Santa María que pinta tiene esa niña! ¡No seas grosero Gifford! Gritaba Gladys desde abajo antes de entrar en la carnicería.
Dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte… la mitad, un suspiro desde el frío suelo y un narciso menos.
Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco… quince y varias lágrimas resbalan por el rostro senil de la esposa, ¿Estás bien querido? ¡Qué alguien llame a una ambulancia! Aquel triste día de agosto Gifford perdió sus dos piernas, iban de camino a la plaza del barrio. Esa misma noche proyectaban en el cine de verano “La fierecilla domada” de Carmen Sevilla y Gifford prometió a Gladys que la llevaría, después podrían tomar un helado pero un Seat 850 destrozó no sólo los planes de esa noche sino de muchas otras.
Veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta… diez, te como una y me cuento veinte, ¡Has hecho trampa! ¡Eres un tramposo! Él no podía parar de reír, ¿Cómo que hice trampa? ¡Me debes veinte duros granujilla! ¡Has perdido! Pusieron sus codos en el tablero y se besaron, una ficha verde cayó al suelo.
Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco… cinco y la noche de boda. Ella no podía estar más nerviosa, él estaba ansioso, ¡Me dijo Grace que ella sangró! Exclamó ella tapándose sus pequeños senos color lechoso. Tras un minuto de incómodo silencio comenzaron a reír y las sábanas manchadas de rojo fueron testigos del amor.
Treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta… silencio.
Mi madre fue la primera en verle, venía de ver a Tilford con un enorme ramo de rosas rojas, el pavimento era un campo de narcisos amarillos, no respiraba. Me dijo que no sabía qué hacer, que estaba helado y que sabía que estaba muerto, recuerdo que me dijo que lo primero que hizo fue darse la vuelta para buscar a alguien en la calle que pudiera ayudarla pero al darse la vuelta lo comprendió todo; una gran fotografía sellada en una grisácea tumba repleta de flores parecía mirarla, allí descansaba Gladys y como cada noche Gifford se enfrentaba con lo frígido para ir hacia lo insulso.
LO FRÍGIDO HACIA LO INSULSO
por Fran Rdguez. ...
Cuarenta gélidos escalones, cuarenta álgidos trozos de piedra dura componían el arduo camino que culminaría en lo insípido, en la sin gracia, en lo insulso.
Antes de salir, Charles Gifford se humedecía el cogote con abundante colonia y se retocaba el bigote delante del espejo, era entonces cuando no podía evitar recordar a Gladys; según ella, su marido tenía el mismo semblante que el de Clark Gable y presumía en la panadería de ello cada mañana.
Al coger las llaves de la entrada no pudo olvidar agarrar también el ramillete de narcisos amarillos.
Cada mañana, antes del trabajo, Berniece le llevaba a Gifford un manojo de flores diferente. Al principio, no supo el motivo por el cual el anciano le encargaba esto cada jornada, simplemente se limitaba a su trabajo como asistenta.
Un día le trajo un hermoso ramo de Anagallis monelli, una especie de la familia de Myrsinaceae que se distribuía de Marruecos hasta Siria pero que el florista había conseguido traer a su tienda tras no fáciles negociaciones con un distribuidor de Cádiz. Estas flores poseían un color azul muy intenso y sostenían cinco pétalos ovalados extendidos radialmente. Según Tilford, el florista, estos pétalos se cerraban por la noche para abrirse con la luz del sol, realmente digno de cualquier milagro de un Dios.
Aquella mañana la chica depositó en la entrada los narcisos y para el día siguiente no olvidó encargar a Tilford un buen manojo de rosas rojas para su señor.
Gifford siempre se caracterizó en la zona por su picardía graciosa hacia las muchachas guapas del barrio. Tras jubilarse le encantaba asomarse cada mañana a la ventana de su habitación para proferir a las mocitas que pasaban las afables galanterías que hacían que las muchachas se ruborizaban y sonrieran de camino a la escuela, también era conocido por su formidable sentido del humor y por su asistencia cada Domingo a la Misa de la parroquia de la barriada pero esto último dejó de hacerlo desde que ocurrió aquel accidente; en definitiva, se trataba de un sujeto gigantesco pero esa noche setenta y nueve abriles le pesaban más que toneladas de acero.
Dicen por ahí que hay que sonreír a pesar de todo, que podemos tener lo que queramos y cuando queramos con sólo imaginarlo y desearlo; para Gifford, lo que verdaderamente le arrancaba una sonrisa era bajar cada noche al desguarnecido cementerio que tenía debajo de casa y allí, junto con un inmenso escaparate lunar, poder olisquear el más portentoso perfume floral; un perfume soberbio, hechicero, digno de ser el mejor de los placeres olfativos.
La luna siempre llevaba varias horas en el cielo cuando Gifford abría la puerta de su piso y encendía la luz de la escalera, probablemente medio barrio descansaba a la luz tenue de un agradable fogón tras una jornada de duro trabajo. Intentaba hacer el menor ruido posible, no quería despertar a ningún vecino.
Cuando por fin conseguía abrir la puerta de su piso apretaba los dientes y oprimía sus decrépitas manos contra el mullido reposabrazos de su sillita, debieron ser las dos de la madrugada.
Lentamente dejaba caer su cuerpo hasta estar plenamente en el suelo que era hielo y tras pegar varias patadas a la sillita para dejarla dentro de casa cerraba la puerta, respiraba y era esa fuerte respiración la que le marcaba cada noche el pistoletazo de salida hacia el exterior.
Cuarenta escalones amenazadores no suponían nada si los afrontaba con sangre fría, pensaba que estaba loco, simplemente estaba enamorado, no debía estropear ningún narciso esa fría noche.
Bajando y bajando se empapaba de remotos recuerdos que hacían mucho más fácil el camino.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco… treinta y cinco y Gladys en la cocina preparando café para dos ¡No debes tomar tanta azúcar querido! ¿Ha comenzado ya la corrida? ¿Ha salido ya Dominguín? La pobre salía corriendo hacia el salón con la bandeja del té y tras colocarla en la mesa se sentaba impacientemente a su lado a esperar ver a torear a su torero favorito ¡Te lo digo yo Gifford! ¡Esta vez también el rabo! Era preciosa a la hora del café.
Seis, siete, ocho, nueve, diez…treinta y era domingo ¿La marrón o la negra? ¡No olvides el sombrero! ¿Estás despierto? Cada domingo a las seis de la mañana era inevitable no despertar con una sonrisa, el piso estaba lleno de vida, lleno de trajín, era el día del Señor, ¡la marrón Gladys! Olía a tostadas y en la radio sonaba “Siga el Corso” de Gardel, entonces ella se iba para la habitación y tras abrir la ventana para dejar entrar el fresco matutino comenzaba a mover la cintura y los brazos y su cuerpo se sumergía en un intenso baile al ritmo de tango, parecía mujer cretense.
Once, doce, trece, catorce, quince… veinticinco y una mañana cualquiera en la ventana de la habitación ¡Si Cristóbal Colón te viera diría Santa María que pinta tiene esa niña! ¡No seas grosero Gifford! Gritaba Gladys desde abajo antes de entrar en la carnicería.
Dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte… la mitad, un suspiro desde el frío suelo y un narciso menos.
Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco… quince y varias lágrimas resbalan por el rostro senil de la esposa, ¿Estás bien querido? ¡Qué alguien llame a una ambulancia! Aquel triste día de agosto Gifford perdió sus dos piernas, iban de camino a la plaza del barrio. Esa misma noche proyectaban en el cine de verano “La fierecilla domada” de Carmen Sevilla y Gifford prometió a Gladys que la llevaría, después podrían tomar un helado pero un Seat 850 destrozó no sólo los planes de esa noche sino de muchas otras.
Veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta… diez, te como una y me cuento veinte, ¡Has hecho trampa! ¡Eres un tramposo! Él no podía parar de reír, ¿Cómo que hice trampa? ¡Me debes veinte duros granujilla! ¡Has perdido! Pusieron sus codos en el tablero y se besaron, una ficha verde cayó al suelo.
Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco… cinco y la noche de boda. Ella no podía estar más nerviosa, él estaba ansioso, ¡Me dijo Grace que ella sangró! Exclamó ella tapándose sus pequeños senos color lechoso. Tras un minuto de incómodo silencio comenzaron a reír y las sábanas manchadas de rojo fueron testigos del amor.
Treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta… silencio.
Mi madre fue la primera en verle, venía de ver a Tilford con un enorme ramo de rosas rojas, el pavimento era un campo de narcisos amarillos, no respiraba. Me dijo que no sabía qué hacer, que estaba helado y que sabía que estaba muerto, recuerdo que me dijo que lo primero que hizo fue darse la vuelta para buscar a alguien en la calle que pudiera ayudarla pero al darse la vuelta lo comprendió todo; una gran fotografía sellada en una grisácea tumba repleta de flores parecía mirarla, allí descansaba Gladys y como cada noche Gifford se enfrentaba con lo frígido para ir hacia lo insulso.
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