La vida secreta de mi vecino

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     Mi vecino está de obras. Todos los días de agosto, mientras está de vacaciones, hace jornadas de 14 horas con paradas para comer, ir al retrete o beber cerveza.

     Un día, aproximadamente las 7:04 de la mañana, le pareció que los bidones de la azotea, de unos 1.000 litros cada uno, necesitaban una limpieza a fondo y una buena mano de pintura, que hacía ya mas de dos meses que no les hacía el mantenimiento. Tres días le llevó la cosa.  

     Una vez que los bidones quedaron relucientes y tan asépticos como un quirófano, le pareció que la pared del patio tenía demasiadas rajitas y había que lijar, empastar, volver a lijar y pintar. Yo creo que esa lijadora arrasó con cinco centímetros de pared, porque durante día y medio vivimos en una nube de polvo que nos obligaba a utilizar mascarilla. Así que cada vez que tenía que salir de casa, al repaso mental que haría cualquiera (llaves, móvil, cartera....) yo tenía que añadir: gafas de sol, gorra, mascarilla y una capa hecha con varias bolsas de basura. Un sueño de la elegancia.     

     Mi vecino me saludó esta mañana mientras regaba un techo que no sé cuándo levantó, con lo que su casa es casi como una de esas de cuento que siempre está cambiando. Las ampliaciones se suceden en una caótica estructura llena de brazos, salientes y terrazas (vivimos en el campo y hay espacio para que las casas cambien) que hace de la entrada un laberinto que algunos no han logrado nunca franquear.      

     Hace dos días que no veo a mi gato Peluso. Mi vecino dice que el gato es suyo, pero yo sé, por su actitud, que es a mí a quien quiere, y por eso lo llamo y alimento cada día. Anoche, a eso de las 9:40, descubrí a mi vecino cavando un hoyo en su jardín en una zona un poco apartada que, seguramente, él creía libre de miradas indiscretas. Pero, gracias a mis prismáticos nocturnos, pude ver, a la luz de una luna que dificultaba el secreto, cómo se afanaba en hacer un agujero lo suficientemente profundo como para enterrar, digamos, a un gato adulto.

     A veces pienso en mi vecino y me da miedo, me obsesiono. Ahora mismo puedo escuchar el sonido de su martillo y pienso que quizás quiere decirme algo con cada cambio de ritmo, que me habla en morse con los silencios entre toque y toque, que me vigila....¡joder, cuándo daño me ha hecho el cine americano! Tengo tal potaje mental de escenas en las que un vecino se vuelve loco e intenta asesinar a una familia, que he controlado sus horarios para no tener que coincidir y poder observarle. También eso lo aprendí del cine.      

     Por curioso que parezca, desde entonces nuestra relación no es la misma. En esos azares en los que nos encontramos nos miramos recelosos, apenas saludándonos con un gesto de cabeza, un buenos días o un buenas tardes. Yo procuro acecharle, porque últimamente lo noto extraño, como si se sintiera vigilado por alguien.       

     Hoy ha venido la policía a la casa de mi vecino. Desde el telescopio de mi cuarto he visto perfectamente cómo llegaban dos policías y tocaban a su puerta; he visto cómo hablaban efusivamente y cómo cambiaba la expresión en la cara de mi vecino.      

     La policía ha venido a mi casa. Antes de subir al coche echo una última mirada y veo cómo mi vecino levanta sutilmente la mano a modo de saludo mientras riega el nuevo árbol que ha plantado en el jardín. Peluso remolonea a sus pies. Estoy detenida.


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