El cazador arrojó su lanza sobre sus presas. Pese a tratarse de un cazador experimentado, no fue lo suficientemente sigiloso y espantó a los conejos. Suspiró de frustración. Últimamente sus habilidades de caza se habían visto seriamente reducidas. Se acordó, por enésima vez, de aquel extraño sueño de hacía dos semanas. Entonces estaba durmiendo en una pequeña cueva en las colinas, al norte. Se había despertado lleno de satisfacción, como si lo que hubiera visto le hubiese gustado enormemente, y a la vez con un extraño sentimiento que nunca antes había experimentado ;¿melancolía? ; ¿nostalgia? Desde ese momento había recorrido varios cientos de kilómetros a través del Gran Bosque, pero apenas había conseguido hacerse con un par de jabalíes y algún que otro conejo. Si no se ponía pronto al día, moriría de hambre.
Trató de apartar estos pensamientos de su mente para centrarse en la caza. El cazador observó que uno de los conejos a los que había atacado seguía allí, mirándolo fijamente a los ojos. Habrían pasado un par de minutos desde que sus compañeros habían huido, por lo que el joven no se explicó cómo un conejo podía tener una actitud tan valiente. El animal era blanco como la nieve y tenía sus dos grandes ojos verdes fijos en el cazador. Cuando el joven intentó acercársele, el conejo, como accionado por un resorte, echó a correr y se precipitó en el interior de una oscura gruta que se abría en un montículo cercano. El joven se asomó al interior, no se veía absolutamente nada. En otras circunstancias, el cazador habría pasado de largo, pero llevaba varios días sin comer y ese conejo podría significar la diferencia entre la vida y la muerte. Además, algo en el interior de esa cueva le inspiraba confianza. El túnel descendía en una perfecta rampa de unos veinte grados. El chico se preguntó se eso podía ser obra de la naturaleza. Tardó horas en llegar al final de la gruta, pero no se le pasó por la cabeza abandonar en ningún momento, impulsado por una irracional intuición.
Al final del túnel había una pequeña cueva atravesada en un lateral por un río subterráneo. Una mujer de unos treinta años, en cuclillas junto a la corriente de agua, sostenía una flor marchita sobre el río. Tenía una larga melena pelirroja que le llegaba hasta algo más abajo que los hombros y sus ojos, de color castaño claro, evocaban todo lo bello del mundo. Sin embargo, en el resto de su cara se apreciaba su cansancio y frustración. Esta expresión cambió cuando, como por arte de magia, la flor comenzó a abrirse y a colorearse como si nunca se hubiera marchitado. La mujer sonrió. Por fin había encontrado lo que tanto trabajo le había costado buscar. Había viajado mucho, pero creía que había valido la pena el esfuerzo. Se empezó a levantar y se dio la vuelta, pero se detuvo, como paralizada por lo que veía. Su sorpresa fue enorme al comprobar que no estaba sola, que había alguien más en aquella cueva, mirándola desde la entrada. El chico tendría unos dieciocho o diecinueve años, pelo negro y piel morena. Su mirada transmitía una profunda satisfacción y simpatía, pero a ella le asustó el hecho de cómo había conseguido llegar hasta allí sin que ella se diera cuenta.
La mujer terminó de levantarse y posó en el su mirada, luminosa como un faro. Después, se desvaneció sin dejar rastro. El chico cambió inmediatamente su expresión serena y pacífica a una alarmante.
-Espera, ¿dónde estás? Tengo que hablar contigo. Me llamo Christopher - dijo el cazador
Nadie respondió. Christopher intentó tranquilizarse. Tenía que haberlo imaginado. No era posible que aquella mujer fuera la misma que la de su sueño. Y, pensándolo mejor, tampoco era posible que ella se hubiera desvanecido sin dejar rastro o hubiera hecho lo que quiera que le hubiera hecho a esa flor. Entonces el muchacho se dio cuenta de que no había ninguna fuente de luz en aquella habitación. Estaba completamente a oscuras. No había visto que la mujer llevase ningún farol ni ninguna antorcha, pero cuando había entrado la habitación estaba claramente iluminada. Respiró hondo y pensó en aquel extraño encuentro. Había sido igual que en su sueño, solo que en este la mujer aparecía de entre la bruma. La mujer era idéntica a como la recordaba. Su tez blanca, su figura esbelta y sus ojos...., no se podía expresar con palabras cómo eran sus ojos.
Una idea descabellada se formó en la cabeza de Christopher. Tenía que ir a buscar a esa mujer, porque sin ella él no era nada. No era solo que lo hubiera cautivado su belleza, que era cierto, sino que al mirar a aquellos ojos se había sentido como si llevara esperando toda la vida para ese momento. Y entonces supo que quería pasar el resto de su vida contemplando aquellos ojos.
Cogió aire y se puso en movimiento. Sin preocuparse de que llevaba días sin comer ni de que no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba ella, el joven salió de la oscura cueva y emprendió la búsqueda de su amada.
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