- Quizá la simplicidad de los acontecimientos le haya confundido, señor Araújo. Aunque porque negarlo, estoy disfrutando con la confusión. No todos los días tiene uno la oportunidad de saborear una sensación de omnipotencia, sobre todo en mi caso, se hace cargo ¿verdad?.
Sin embargo, ahora creo que ya es consciente de las consecuencias que acarreará su negativa a obedécerme. Muy bien, prosigamos con el juego, y esta vez le ruego que deje de interrumpirme. Mmmm veamos, todavía nos quedan ocho dedos. intentemos pues un desempate, ¿le parece?
Los ojos de Araújo se inyectaron en sangre. Todo su cuerpo comenzó a temblar, trasladándose los temblores a la silla a la que estaba amarrado. Fue su última tentativa por alcanzar la libertad. No obstante, su libertad era ya tan solo una quimera. Sus cartas estaban marcadas desde que conoció a Blas. No era capaz de explicar el maléfico influjo que ejercía sobre él. Se había convertido en una marioneta en sus manos.
- Tiene mala cara ¿sabe? Creo que pronto terminaremos con el juego. Quizá un par de preguntas más... - cogió la carta superior del mazo, situada en el borde derecho del tablero. La leyó y esbozó una perversa sonrisa.
- Vaya, no conozco la respuesta. Imagino que usted tampoco. ¿Desea que se la lea? - mientras hablaba, había vuelto a coger el cuchillo ensangrentado, con el que le había seccionado los dos primeros dedos.
Un grito desgarrador saturó la sala, impregnando cada átomo de la habitación de dolor y desesperación. Todavía hoy, algunas personas aseguran oír aquel grito al entrar allí. Un grito casi inhumano, lastimero y que se va apagando como una vela dentro de una campana de cristal. Una voz que grita cuatro simples palabras, "Sal de mi cabeza".
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