Aquel que devora la juventud

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Aquél que devora la juventud. 

Corría aterrorizada por entre el oscuro bosque totalmente desnuda y descalza, las hojas de los árboles huérfanas, tristes y víctimas del caprichoso otoño caían al suelo, amortiguando sus heridos pies. La luna se filtraba muy tímida por entre las tupidas ramas de los árboles, pero la escaza luz era suficiente como para que la flaca y maltratada mujer pudiera esquivar el mar de troncos que se alzaba ante ella que no parecía terminar. Su larga cabellera negra la hacía ver como un cometa a toda velocidad que dejaba como rastro único su larga cola, agitada por el viento. Todavía estaba esposada,debido a ello no podía correr más rápido, por temor a caerse, pero con más temor a que su verdugo la atrape otra vez. Su acelerada respiración, sin ella querer, se unió a la ancestral sinfonía nocturna del bosque, que sin sentir celos dejaba de aquel desesperante ruido, sobresaliera por entre todos los otros. Corrió hasta que sus débiles pies terminaron llenos de fango, corrió hasta que sus dedos terminaron mutilados por las preponderantes raíces que sobresalían de la tierra y de las hojas muertas del suelo. Se le hizo eterno el gran río que encontró luego de haber serpenteado kilómetros del bosque. Estaba exhausta, le dolían los pulmones, puso sus rodillas sobre la arenosa orilla, y apoyó las manos en el viejo tronco de un árbol que se negaba a morir. Respiró, engullía el aire tan ansiosa, tan desesperada, tan viva. Giró su cabeza violentamente, asustada, pensó escuchar pisadas sobre las ramas del suelo, las volvió escuchar, se levantó rápidamente de la arena y por un breve segundo contempló las oscuras aguas del río, ya que no sabía

nadar, dudaba, temblaba. La lógica le decía espera, el instinto le gritaba corre, pero dudaba.

Sin más remedio que hundirse entre las frías sábanas de su destino, se tiró al agua, pero dejó atrás

su larga cola de cometa, de donde aquella sombra de hombre malvado, la tomó y la arrastró hasta la orilla.

Sus gritos de alma en pena hicieron callar a los virtuosos instrumentos del bosque, que noche tras noche,

tocaban la obsesiva sinfonía. Agarrándola con su mano izquierda por el pelo, y con la derecha por el cuello,

la puso de pie y espaldas al viejo tronco donde segundos antes, robaba a profundas bocanadas el aire puro del

bosque. Gritaba desesperadamente -!Auxilio!, porfavor ayuden...- sin piedad, le metió en la boca para callarla

su cabellera

de azabache, le propinó un fuerte puñetazo en la delicada nariz, tan fuerte que al instante salía sangre a chorros

que bañaron toda su boca, y que se escurría hasta sus

jóvenes senos, entonces rojos. El hombre

bruscamente sacó de su boca el abundante cabello que antes la adornaba, acercó su cara a la de ella tan cerca, que

respiraban el mismo aire, ella abrió sus ojos llenos de pánico y gritó hasta que sus alaridos rozaron el cielo,

èl sacó su pegajosa lengua y lamió su rostro ensangrentado, la adentraba por la herida nariz de la pobre mujer.

Ella seguía gritando, esta vez no solo por temor o dolor, sino también por asco. La apretó

con sus fuertes manos por el cuello -Cállate perra, deja de gritar- le dijo, ella ya no gritaba, tan solo tocía

y salpicaba de sangre la cara del hombre, que para ella era solo una borrosa sombra con un gran sombrero negro

que le arremetía, y que cada vez se tornaba más y más borrosa, estaba tan cansada, tan débil y agotada

 hasta que calló inconsciente al suelo. El hombre tomó el

cuerpo y se lo subió al hombro, el camino ya de por sí era difícil caminarlo, mucho más cargando con un cuerpo moribundo.

Cruzó por el mismo camino por donde anteriormente corría detrás de la indefensa mujer. La llevó hasta la vieja cabaña de

madera de donde se había escapado. Tiró el cuerpo al suelo, sin ningún temor a que se hiciera daño,

se aproximó a la oxidada jaula, y tomó la soga con la que anteriormente la había amarrado y de la cual ella logró zafarse.

Arrastró una vieja silla de madera que cojeaba. Aùn estaba desmayada, la sentó sobre en la silla, la cabellera rodaba

hasta al piso, y sin sentir el más diminutos signo de remordimiento sacó de su bolsilla un largo cuchillo y lo pasó por su

garganta, el caudal de la vida se desbordaba por su yugular, durmió muriendo, muriendo durmió. La tiró de boca al suelo y

la hizo suya hasta que no le quedaban ganas, hasta que sus ganas de hombre salvaje escupieron su rabia en el interior de

aquella mujer, que ya no era mujer, era un cadáver, porque había sido víctima de ¨Aquél que devora la juventud¨.


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