Corría el noveno año de reinado del emperador Qin shi Huang, cuando el joven forastero entró en la posada. La tormenta había empapado su ropa. De la espalda del joven colgaba un fardo y sostenía en su mano derecha un cesto no muy grande, aunque parecía pesado y fuertemente cerrado. Podía ser un cesto de pesca, pero el joven no tenía la apariencia de un pescador, sino la de un noble venido a menos.
Una esclava, quince años recién cumplidos, acudió rápida, en parte atraída por la belleza y en parte evitando así pellizcos posteriores de la mujer del posadero, y ofreció al joven una mesa junto al fuego. El viajero depositó el cesto con gran cuidado en el suelo. Luego, se desembarazó del fardo que colgaba de su espalda. Pidió habitación y comida. No preguntó el precio, cosa que escamó a la mujer del posadero y advirtió de esto con los ojos a su marido. Ella lo observaba todo desde el fogón.
Junto al fuego la muchacha susurró en el oído de la posadera. Había escuchado un ruido extraño que procedía del interior del cesto. ¿Qué tipo de ruido?, preguntó la posadera mientras depositaba en las manos de la esclava, una escudilla de comida para el forastero; pero esta no supo responder. Solo que se había asustado. Llévale la comida. Vigilaremos. No quiero animales en mi casa, susurró la posadera. La muchacha obedeció.
Con la excepción de que el joven forastero no se desprendía jamás del cesto, siempre lo llevaba consigo, nada en su comportamiento delataba en él algo extraordinario; pero sucedió que al cuarto día, mientras el joven bajaba por las escaleras desde las habitaciones al zaguán, al cruzarse con la posadera, ésta escuchó un lamento que salía del interior del cesto. El hermoso rostro del muchacho se puso pálido. Siguió su camino; pero la mujer había visto y oído.
No es el gruñido de un animal,- comentó la posadera al marido-, parece el lamento de una persona.- El posadero la miró, pero no dijo nada. Preguntó a la esclava y esta respondió que sí, que a ella también le pareció lo mismo, amo. La cuestión, dijo la posadera, es que nunca se separa del cesto.- ¿Para qué lo quieres? No hay nada de valor y sí, es muy posible, algo que nos cause el mal.- Por eso tú siempre serás un pobre miserable. Te falta valor y ambición.- Nos buscarás la ruina, mujer - He oído hablar de un joven que anda con una cabeza cortada que habla, dijo la posadera con ánimo resuelto, si la poseyéramos podríamos venderla a buen precio. Hay gente que pagaría mucho por una cosa tan curiosa, incluso el mismo emperador
La posadera convenció a la esclava, a cambio de la promesa de pensar en otorgarle la libertad, para que se insinuara con el forastero y se acostará con él. Mientras los dos jóvenes se hallaban unidos, la posadera entró como una raposa y robó el cesto. Salió corriendo de la posada y durante diez minutos corrió a buena velocidad, a pesar de transportar un cesto pesado, porque la ambición da alas. Finalmente se detuvo junto a un riachuelo.
Mientras corría soñaba con lo que podría hacer con el oro que le dieran por la cabeza. Desde luego que no volvería a la posada. Ella había tenido el valor para cometer el robo, su marido sería siempre un pobre desgraciado. Feliz abrió el cesto y vio una cabeza en su interior, la cogió con decisión y la levantó para ver la cara. Con un grito de horror soltó la cabeza que volvió a caer en el cesto. Aquella cabeza era la cabeza del joven forastero.
- Ahora eres mi propietaria,- dijo la cabeza-, tendrás que llevarme hasta que alguien te robe el cesto. No es la cabeza lo mágico, sino el propio cesto que busca nuevos inquilinos. A mí me eligió por mi apetito sexual desenfrenado, a ti por tu ambición de riquezas, al anterior inquilino por su ansia de poder, siempre promete algo, no sé como lo hace Algún día te robaran el cesto, alguien que lo de todo por nada, y tú cabeza ocupará mi lugar en el cesto. Pero tenemos mucho tiempo para hablar ¿verdad?- la horrible cabeza decapitada hizo un guiño.
La mujer huyó lo más de prisa que pudo, pero se detuvo y volvió a su pesar, junto al cesto. Varias veces intentó huir, pero siempre volvía junto al cesto. Agotada, caía la noche, la tormenta arreciaba, bajó la cabeza, cerró el cesto, lo cogió, aunque hubiese dado su propia vida por dejarlo en el sitio donde estaba, y se marchó con su siniestra carga en dirección contraria a la posada, donde la esclava adolescente gritaba con horror al descubrir el cadáver decapitado del que fue su amante aquella tarde.
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