Essen, Alemania, año 1900. Complejo Industrial Krupp.
-Hijo, a partir de mañana empiezas a trabajar en la fábrica. Tienes que dejar la bicicleta.
Era un apacible día de primavera. Los Schneider estaban sentados a la mesa, comiendo.
Michael siguió masticando despacio su roggenmischbrot, un denso pan de centeno. Miró a su padre pero no dijo absolutamente nada. Por las insinuaciones que le había hecho otras veces, Michael tenía claro que este momento llegaría tarde o temprano y estaba preparado.
El señor Schneider se sintió incómodo ante el silencio de su hijo, por lo que se vio forzado a añadir una explicación.
-Tienes dieciséis años, debes empezar a aportar a la familia.
-He trabajado como mensajero, y he traído algo de dinero a casa- replicó Michael, con bastante seguridad.
-Unos cuantos pnnefings no son suficientes. Has de ganarte la vida de otra forma. La bici no da para vivir. Además, requiere mucho tiempo y el trabajo en la fundición es duro, no tendrás tiempo para el ciclismo. Has de concentrarte en ser un buen empleado.
La tensión en la habitación había aumentado notablemente. Nerviosa, la madre de Michael se levantó y se dirigió al puchero, donde empezó a remover el guiso humeante con ansiedad. Parecía que esperara que, a medida que movía la cuchara con más rapidez, la tensión se fuera relajando. Pero no era así. Michael se estaba enfadando.
El joven había practicado ciclismo desde mucho tiempo atrás. Cuando apenas tenía diez años, había participado en una competición atlética para niños, patrocinada por los dueños de la fábrica, la familia Krupp. Michael, entonces un muchacho más desarrollado que los niños de su edad, no había tenido rival y se había impuesto en todas las pruebas. El premio que se llevó fue una estupenda bicicleta. Desde entonces, había montado sin descanso.
Su madre creía que la pasión que él tenía se debía a que la bicicleta le daba independencia: le permitía ir a muchos lugares sin necesidad de pedir permiso a nadie. Ella sabía cuán importante era para Michael. Sin embargo, su marido nunca lo había entendido. Le gustaba que su hijo practicara deporte, pero creía que su futuro debía pasar por la factoría: primero aprendiendo el oficio, después especializándose en algo. Al cabo de unos años, si conseguía llegar a oficial o encargado, podría mantener sin problemas a su propia familia. Pero todo eso requeriría una dedicación diaria de no menos de diez horas, incluidos turnos los fines de semana. Sí, estaba seguro, dedicarle varias horas al día a la bicicleta sólo era una peligrosa distracción.
Michael se encaró, firme, pero sin agresividad, con el señor Schneider.
-Padre, entiendo que quieras que haga algo de provecho. Incluso puedo aceptar que no te guste que practique ciclismo. Eso no me importa- le miró directamente a los ojos y continuó Pero no soporto que insinúes que no soy capaz de valerme por mí mismo. Hasta ahora siempre he cumplido.
El señor Schneider intentó protestar, pero su hijo le interrumpió.
-Voy a seguir practicando bicicleta. No tengas dudas al respecto.
El padre de Michael percibió que su hijo se rebelaba contra él. Eso le ofendió y al mismo tiempo le produjo cierta satisfacción: Él era sindicalista y estaba acostumbrado a plantar cara cuando veía una situación injusta. Pero él mandaba en su casa y debía imponerse. Además, sabía mejor que él qué era lo que le convenía.
-¿Acaso no vas a obedecer a tu padre?- le preguntó con un ligero deje de amenaza.
-Yo no he dicho eso, padre.-le atajó - Lo que voy a hacer es convencerte de que te equivocas.
Sin decir nada más, se levantó y salió de su casa, poniendo fin a la discusión. Sus padres no dijeron nada. Ella siguió removiendo la cuchara en el puchero unos minutos más. Él se preguntó sobre lo que tendría Michael en mente.
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