La bicicleta (2 de 5)

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A la mañana siguiente, cuando el señor Schneider se levantó de madrugada, se encontró a su hijo, bien dispuesto para ir a trabajar. Era muy temprano. Se hicieron un gesto con la cabeza, pero no se dijeron nada. Lo pasado la noche anterior, ya había quedado atrás. Comieron algo en silencio y juntos se marcharon a la fábrica.

Miles de obreros se encaminaban desde las zonas de vivienda hacia las naves industriales. La fábrica Krupp era inmensa y se precisaba mucha mano de obra. Desde las residencias, el camino discurría en una pequeña pendiente descendiente. Eso permitía a los trabajadores tener una vista panorámica de todo el complejo según avanzaban. Enjambres de tuberías, chimeneas escupiendo volutas de humo y antorchas metálicas arrojando fuego, se alzaban ante los empleados mientras iban al trabajo. Eran millares, todos llegando al trabajo al mismo tiempo. Todos con gorras y pantalones grises o marrones, algunos portando sus herramientas de labor. Todos en la misma dirección, formando una marea humana dispuesta a llevar a cabo su labor.

Era evidente que las cosas marchaban bien en Essen. La gran fábrica daba empleo a mucha gente. En ella se producían centenares piezas de acero, algunas de ellas destinadas a ser parte de algún ingenio mecánico como trenes o barcos, otras para armamento. El principal cliente de los Krupp era, sin duda, el ejército alemán. Piezas de artillería, componentes para acorazados y cañones de diversos calibres eran lo más producido. En el complejo industrial desembocaban varias líneas de ferrocarril, algunas para traer continuamente el carbón que mantenía los calderos encendidos, provenientes desde la mina Zollverein. Otras líneas férreas servían para que salieran, hora tras hora, los productos acabados que serían repartidos en toda la cuenca del Rhur, y más allá, en Baviera, en el canal de Kiel, donde estaba la Armada, y mucho más al este, en Berlín y Prusia.

La demanda era alta, la Armada Alemana estaba inmersa en un amplio plan de adquisición de nuevos barcos y siempre se requerían nuevas piezas. Michael, sólo tuvo que presentarse en la garita de un encargado que su padre conocía e,  inmediatamente, le comunicaron dónde debía empezar a trabajar.

Se presentó a la zona de las grandes tolvas en las que el acero se fundía. El calor que desprendían hacía que todos los obreros sudaran con profusión. El metal derretido se vertía sobre unos canales donde se enfriaba progresivamente y se le daba forma, convirtiéndolo en grandes bloques.

-¡Michael, ven para acá!-

Uno de los responsables de la zona se dirigió hacia él. Se llamaba Armin Waigf y todos le llamaban, simplemente, el jefe.

-Bien, parece que estás en forma. Y eres fuerte. Vamos a ver de qué pasta estás hecho

Michael estuvo todo el día trasladando vagonetas llenas de metales para que éstos posteriormente fueran fundidos en los altos hornos. Era un trabajo pesado, pero él lo llevaba bien. Estaba preparado físicamente y no le importaba el esfuerzo, que soportaba sin mayor problema. El día fue pasando de forma satisfactoria. Incluso el jefe, que tenía fama de gracioso, le gastó varias bromas durante los descansos. Él, como novato, se las tomó con buen humor y todos se rieron un rato.

Su padre estuvo muy pendiente de él, dado que no trabajaba lejos. Llegó a la conclusión de que su hijo se comportaba como debía. Era algo torpe, algo que siempre pasaba con los nuevos, pero había sido capaz de cumplir con todas las tareas. Estaba satisfecho y esperanzado. Esperaba que una buena dosis de duro trabajo le hiciera centrarse y entender lo que costaba hacerse un hueco en la vida.

Cuando empezó a declinar la tarde, la riada de obreros regresaba a casa. Después de tanto esfuerzo físico, casi ninguno hablaba. Estaban realmente cansados. Michael no volvió con su padre, si no que iba con unos cuantos jóvenes que habían empezado a trabajar el mismo día que él. El señor Schneider pensó que aquello era la señal de que se estaba integrando sin demasiados problemas.

Sin embargo, al llegar a casa, Michael no se derrumbó en el sofá como su padre. Aunque había sido un día duro de trabajo, él tenía planes. Ignoró el delicioso olor de la comida que su madre había preparado, cenó frugalmente algo de pan y queso y se fue directo a dónde tenía guardada la bicicleta. Al ser el inicio de la primavera, aún quedaban algunas horas de luz y quería aprovecharlas. Se encaminó hacia la rivera del Rhur, donde normalmente entrenaba, y pedaleó sin descanso durante dos horas.

Ante la incredulidad de su padre, Michael Schneider cumplió con la misma rutina durante toda la primavera y todo el verano. Sin faltar un sólo día. Es más, los domingos, día de descanso en la fábrica Krupp, acudía a competiciones ciclistas.

Por lo general, siempre ganaba.


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