El pundonor de Michael no sólo sorprendió a su padre. Los muchachos de la fábrica le respetaban porque era un buen trabajador que siempre cumplía y, además, lo admiraban por sus éxitos con la bicicleta.
Pronto, Armin Waigf, al que todos apodaban como el jefe, decidió que podía tomarle un poco el pelo a Michael.
Armin era el que siempre bromeaba con todos y sabía que el joven era un tipo tímido. Así que un domingo que Michael estaba fuera entrenando con su bicicleta, fue hasta la casa de los Schneider y le pidió uno de los trofeos que había ganado a su madre. Eligió una enorme copa de metal, con una gran águila imperial en el pedestal y un gran número uno y grabado el nombre de Michael Schneider. Lo había ganado en una competición con participantes de la rheinprovinz, en la que compitieron ciclistas de toda la provincia del Rin. Era impresionante en tamaño, y Armin estaba seguro de que serviría para sacarle los colores ante todos.
Al lunes siguiente, cuando Michael hubo terminado el trabajo, regresó con la cuadrilla con la que trabajaba y, como habitualmente, fueron a una de las muchas cantinas alrededor de la fábrica. Michael se percató de que disfrutaba pasando tiempo con los muchachos, por lo que había cambiado algo su rutina: por la tarde iba al bar con los trabajadores, después entrenaba y, una vez de regreso, cenaba en casa. Él nunca bebía, pero siempre tomaba alguna bebida caliente o un caldo, que le diera algo de energía antes de su entrenamiento diario.
Normalmente acudían al establecimiento de Ernest Wolf, el Manco. Era un antiguo trabajador de la factoría. Desgraciadamente, había perdido uno de sus brazos en un accidente. Todos le tenían cariño porque había sabido reponerse de esa tragedia y se había convertido en un magnífico mesonero. El Manco era conocido por ser el más rápido a la hora de servir cervezas de todas las cantinas de la fábrica, aunque lo hiciera con una sola mano.
Cuando llegaron a la cantina de Ernest, Michael advirtió que uno de sus trofeos, seguramente el más imponente de todos, estaba en el mostrador. Perplejo, miró alrededor y percibió la sonrisa de oreja a oreja de Waigf. El joven entendió que pretendía avergonzarlo ante todos. Tardó un instante en articular palabra, mientras todos le miraban ansiosos esperando su reacción. Tranquilamente, con ese andar pausado que le caracterizaba, se acercó al camarero y le dijo en voz muy alta para que todos pudieran oírle:
-Ernest, llena la copa con tu mejor cerveza. Invito a todos.
Un grito de alegría salió de la garganta de todos los obreros presentes y la bebida empezó a correr de boca en boca. Armin Waigf lamentó que su broma no hubiera resultado, pero en cuanto la cerveza pasó por delante de él, se lo tomó con deportividad y se unió a la fiesta.
Cuando hubieron pasado unos minutos, Michael se tomó su bebida caliente, dejó unos marcos en el mostrador y salió del lugar. Aún tenía dos horas de bici antes de cenar e irse a la cama.
A partir de ese día, se instauró una tradición entre los amigos de Michael: todos los trofeos que ganaba pasaban por la cantina, para alegría de todos los obreros, y, sobre todo, de Ernst el Manco, que siempre hacía caja extra con cada éxito del joven.
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