En Septiembre, Michael fue convocado a las oficinas centrales de la fábrica Krupp.
La notificación había llegado a casa de sus padres, cuando estaban los tres cenando. Michael había vuelto antes de entrenar porque estaba algo resfriado, con un fuerte dolor de garganta. Cuando estaban acabando una sabrosa sopa de col, sonaron golpes en la puerta. La madre de Michael abrió, muy extrañada, y descubrió a uno de los mensajeros de la fábrica que le entregó un sobre. Ella se temió lo peor, inmediatamente pensó que algún tipo de desgracia había ocurrido o, peor aún, que la empresa había decidido echarles de su casa. Al fin y al cabo, aunque habían hecho de ella su hogar, era propiedad de la compañía. Ellos únicamente pagaban un alquiler mensual.
El sobre contenía una nota mecanografiada, con el membrete de oficial de los Krupp. En él se ordenaba a Michael que se presentase a las nueve en punto de la mañana en las oficinas principales. No decía nada más y no tenía firma. Su madre se puso mucho más nerviosa. Su padre frunció el ceño, pero no dijo nada. Michael permaneció tranquilo, como siempre, pero no pudo evitar sentir una punzada de preocupación.
Cuando se despertó al día siguiente, la señora Schneider le había preparado sus mejores ropas y un fuerte desayuno. Ella quería que fuera lo más arreglado posible, para causar buena impresión. Michael se vistió y comió. Tosía de vez en cuando, por el catarro, pero se encontraba mejor y notaba que la infección empezaba a remitir.
Con el estómago lleno y sus mejores galas, Michael salió a la calle, montó en su bicicleta y se encaminó hacia la sede del gigantesco conglomerado industrial Krupp. Ésta se encontraba fuera del recinto industrial, en pleno centro de Essen, dentro de un lujoso edificio de estilo clásico alemán, que destacaba por encima de los demás, aun cuando estaba situado en una de las zonas más comerciales y bonitas de la ciudad. Hombres y mujeres, bien vestidos, abarrotaban las calles, acarreando bolsas rebosantes de productos que habían adquirido en las tiendas cercanas. Michael se sorprendió al darse cuenta de que había gente que tenía bastante dinero para gastar. Mucho más del que él o su familia hubiera tenido nunca.
Cuando llegó al imponente portal de estilo clásico del edificio, aparcó la bicicleta y le pidió al conserje de la puerta que le echara un vistazo. Éste asintió con un gruñido de disgusto.
Una vez seguro de que la bici estaría bien cuidada, subió hasta la planta que le habían indicado y tocó levemente en la puerta.
-Adelante.
Una bonita secretaria, con gafas, los labios pintados y blusa ceñida color rosa, le sonreía. Michael se quitó la gorra.
-Me ha llegado una nota para que me presentase aquí.
Ella le miró de hito en hito y pareció favorablemente impresionada. Era una mujer de veinte años. Michael apenas tenía dieciséis, pero parecía mayor y se adivinaba que estaba muy bien formado. Michael se sonrojó un poco ante la descarada forma de mirarle de aquella mujer.
-Usted debe ser Michael Schneider. En efecto, se le había convocado, pero el señor Krupp viene con retraso, ha tenido un pequeño percance.- la sonrisa, llena de dientes blanquísimos, se ensanchó.- Por favor, tome asiento mientras espera.
Michael se sentó. La conversación con esa mujer había conseguido alterarle un poco. Era muy guapa. Y eso que él era muy tranquilo. En el fondo, estaba nervioso porque todo esto era un trastorno para él. Hubiera preferido estar trabajando. Para distraerse, cogió uno de los periódicos que había en un revistero y le echó un vistazo. Ocupando casi toda la portada, aparecía el Kaiser Guillermo II, impecablemente vestido de militar. Destacaba sobre la cubierta de un acorazado y estaba pasando revista a la marinería. El titular, en grandes letras, rezaba el Reichstag aprueba la expansión de la flota germánica.
Michael sintió la garganta cargada, tosió con fuerza y siguió leyendo. Al parecer, el Reino Unido había enviado una queja formal a través de su embajador en Berlín. Y no eran los únicos. Francia también había emitido un contundente comunicado de protesta. Michael no entendía muy bien a que se debían esas reacciones: al fin y al cabo, Alemania era una nación fuerte y tenía los mismos derechos que el resto de países. Lo de Francia era más normal, puesto que se habían mostrado muy agresivos desde que perdieron la guerra en el 1871. Pero Michael no compartía la oposición inglesa. Ellos no eran los dueños del mar, Alemania también tenía derecho a que sus barcos navegaran por los océanos y contribuyeran al comercio y el crecimiento del Imperio.
Llevaba más de media hora esperando, incluso había acabado de leer la sección de sucesos, pero aún no le habían recibido. Otra vez se sintió bastante inquieto. No tenía ni la menor idea de para que le habían llamado. Él creía cumplir perfectamente. Llevaba casi seis meses desde que se incorporó y había aprendido mucho. Y se había esforzado con todas sus fuerzas para compaginar el trabajo con el ciclismo.
Una voz grave interrumpió sus pensamientos.
-Entiendo que tú eres el pequeño de los Schneider, ¿verdad?
Michael se incorporó y se puso firme. El que hablaba era el propio señor Krupp, el industrial que era dueño de la empresa más grande que había en todo el país. Tragó saliva y asintió.
-He oído hablar de tu padre. Es un negociador duro, creo que nos ha costado varios miles de marcos con sus reivindicaciones. Sí, ya lo creo todo un sindicalista.
No había reproche en su voz. Al contrario, el tono era divertido y algo socarroón. Michael estaba cada vez más confuso.
-Es la primera vez que vienes a las oficinas, ¿verdad, Michael?-
El todopoderoso industrial le había llamado por su nombre de pila. El joven retorció la gorra entre sus manos, con impaciencia, y volvió a inclinar la cabeza en señal afirmativa.
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