Aquella cálida tarde de verano y como casi todas las tardes ella sale de su casa, presurosa y nerviosa, con paso ligero, casi corriendo. Intenta disimular que la premura la invade para que en su casa no se den cuenta de que sus intenciones no son sólo ir a recoger frutos para la tarta de la tía Mary.
Casi sin tocar el suelo, recorre la senda que va a parar al río y, al doblar un recodo del camino lo ve en la distancia.
Su amor prohibido, su aliento y calor la espera debajo del sauce llorón que tantas veces les ha ocultado de las miradas indiscretas de transeúntes y vecinos.
En un instante se encuentra entre sus brazos y un tibio beso ahoga su saludo, su amor es tan fuerte que ni los vientos del norte podrían separarlos jamás.
Sólo furtivamente pueden estar juntos ya que sus familias se oponen a su relación por motivos de status. Ella; rica niña de familia bien .él; trabajador de las tierras de su padre, más pobre que las ratas.
Para ellos no hay barreras, no hay prejuicios, sólo el gran amor que se profesan el uno al otro. Un amor con raíces fuertes que crece cada día al atardecer debajo de ese sauce.
Allí tumbados, ella reposa su cabeza en el regazo de él, mientras con su mano le acaricia el cabello, observan el paso de las nubes y el jugueteo de los pájaros en su vuelo.
Las palabras sobran en estos momentos, sólo cómplices miradas que se entrelazan en el aire y que llevan mensajes del más puro amor jamás descrito.
El viento mece las ramas y en su incansable caminar, el río arrastra las hojas que en su ya corta vida, yacen en el agua.
Con fingida valentía unas palabras que nunca debieron ser pronunciadas se asoman en los labios de él comunicándola que tendrá que marchar, pues la guerra es inminente y tiene que alistarse.
Las lágrimas afloran en sus ojos azules y para consolarla le dice que él siempre estará junto a ella cada tarde en el río en forma de la hoja solitaria que en sus manos descansa.
Pasan los días y no hay noticias, los árboles desnudos relatan historias de amores pasados y en el río, cada tarde, una sola hoja desciende lentamente en su errante caminar para comunicarle que su amor sigue con vida y que la sigue queriendo si cabe aún más que el primer día.
Esa noche de tormenta hay algo que la inquieta no puede cerrar los ojos y los truenos sacuden el cielo con una fuerza ensordecedora que le envían malos presagios.
Siente en su pecho un dolor agudo, como si mil espinas se clavaran en su corazón y siente que su alma se ha quedado vacía y fría.
Al día siguiente y como todas las tardes se sienta debajo del sauce, esperando ver pasar a su hoja, pero esta vez, no aparece y un escalofrío de terror recorre todo su ser.
Tras varios días sin ver a su emisario y con la mirada puesta en las aguas, los ojos se le inundan de lágrimas. Lágrimas de desesperación y de rabia, lágrimas de pena y de sentimientos, de recuerdos y emociones.
Se levanta muy dulcemente y acariciándose el pelo inclina su cabeza para ver las nubes, y, sin dudarlo un instante se lanza al agua para mitigar su dolor en las gélidas corrientes de la vieja dama.
Al día siguiente todos sus familiares la buscan desesperadamente pero al pasar por el río sólo ven como dos hojas bajan lentamente, como jugando con las nubes reflejadas en el agua, como besándose en su largo peregrinar hacia el gran azul en un viaje que durará eternamente.
Dos hojas, dos almas, dos amores, dos sentimientos, dos amantes unidos para siempre en un viaje que se repite cada día al atardecer en el río de sus vidas junto al sauce llorón de sus incontables encuentros.
Ya nada ni nadie los podrá separar, serán los eternos amantes del Río de las dos hojas
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