Camino por el paseo del puerto justo donde el río se convierte en mar, las hojas que barren el suelo se arremolinan junto a mis pies mecidas por una dulce brisa proveniente del mar y el olor a salitre impregna mi nariz tornándola más roja si cabe.
Camino sin prisa, sin agobios, mi mente se evade y piensa en mil y una cosas a la vez y en ninguna en concreto.
Me dejo embriagar por los sentidos, me hipnotiza el vaivén de las olas chocando contra el espigón y el libre deambular de las gaviotas, suspendidas en el aire como si de marionetas se trataran, jugando con el viento en una continua lucha que ninguno de los dos parece querer ganar..
El paseo del puerto está plagado por decenas de pescadores que en su labor ponen su particular corona de espinas con las cañas alrededor del pequeño faro que culmina el paseo.
Parejas de ancianos agarrados por las manos comparten su pequeña peregrinación matinal con aquellos que se levantaron pronto para hacer sus ejercicios o simplemente sacar a pasear al perro aprovechando los primeros rayos de sol que tímidamente asoman por la lejanía.
La humedad que la bruma marina deja en el ambiente es suficiente para que me ajuste los cuellos de mi chaqueta e intentar poner un poco a resguardo mi maltrecha y helada nariz, a la vez que lucha por impregnarse del aroma que desprende el mar en la marea baja.
A lo lejos, cientos de colores flotan en su refugio de piedra atadas como ramilletes de globos en los días de fiesta en la plaza mayor de cualquier pueblo.
Esperan con eterna paciencia que las suelten para surcar los mares en pos de aventuras sin fin allende los mares o, simplemente ir a realizar su cometido en una dura jornada de trabajo recolectando los frutos que el gran azul nos ofrece cada día.
Niños pequeños corretean por mi lado, jugando a qué se yo, haciendo que se me escape una sonrisa y, por un momento, mi mente evoca aquellos años cuando con su misma edad yo hacía lo mismo soltándome de la mano de mi abuelo y llamándole para que me persiguiera con la certeza de que al ser atrapado mi castigo iban a ser una ráfaga de los más dulces besos que se podían dar.
Parejas de enamorados se acercan como queriendo convertirse en una persona en los ya gastados bancos del paseo, compartiendo calor, pipas o simplemente sonrisas.
La paz que reina en el ambiente es la misma que hace años aunque con menos conciencia saboreaba al compartir ese paseo con los amiguetes de la cuadrilla al salir de misa buscando a las chicas del colegio vecino para intentar robar alguna mirada y esperando que una traidora ráfaga de viento elevara alguna de ellas con la pícara intención de verles las piernas y sabiendo que siempre había alguna descarada que se quitaba el imperdible reglamentario que hacía que los dos lados de la falda permanecieran unidos.
Una gota de alguna ola despistada salpica mi cara y me transporta a cuando pasaba horas entre las piedras que protegen el paseo pescando carramarros (cangrejos) afición que sólo unos años más tarde y ya entrando en la etapa de los quince o dieciséis cambié por la de escondernos para fumar o bebernos algunas cervezas al abrigo de las mismas. El antecesor de lo que ahora llaman botellón, pero más sano.
Los tiempos cambian pero el paseo sigue incorruptible e impasible con el paso de los años.
En el tiempo del servicio militar (del cual me libré por suerte o por desgracia) me lo recorría cada dos por tres, acompañado de alguna fémina solitaria ayudándola a soportar la pena de la marcha o ausencia de su pareja. ¡Qué malas personas éramos!
No tardó en llegar la que en estos momentos es mi compañera, y como habréis podido imaginar el paseo fue nuestro lazo de unión. ¡La de horas que habremos pasado hablando bajo la luz de la luna y mirando embobados cómo pasaban los barcos de un lado a otro del puente!
Allí me enamoró y se enamoró.
Años ininterrumpidos de paseos cogidos de la mano. Viendo como crecían nuestros hijos y después nuestros nietos.
Corriendo detrás de ellos como hacía mi querido abuelo conmigo para colmarlos de besos y apretarlos contra mi pecho para que sintieran mi calor y mi amor.
Ahora, en esta soleada mañana de domingo, vuelvo a recorrer el paseo que tantas veces he andado en mi vida, justo al salir de misa. Pero ya no hay chicas a las que intentar ver las rodillas, ni novios cariñosos y los pescadores .escasean.
Los barquitos de colores que fondeaban aquí han sido relegados por un puerto deportivo
Más moderno pero con menos sabor a mar.
Mis huesos ya no soportan tanto el frío matinal aún envuelto en capas de ropa.
Sigo devorando los cientos de metros de este paseo no por ganas, sin no por que me trae los recuerdos de todas las cosas buenas que han pasado por mi vida.
Ahora ya, solo, viejo y cansado, veo en cada crío a los míos propios o a mis queridos y siempre esperados nietos y en cada jovencita, la cara de mi querida esposa, guiñándome un ojo como solía hacer bajo la pálida luz de la luna en aquellos dulces e inacabables anocheceres de verano enfundada en un traje de lino blanco que le regalé con los ahorros de unas cuantas pagas.
Ahora ya solo me queda mi atemporal amigo, mucho más viejo que yo pero bastante menos cansado, juntos seguiremos haciendo el camino hasta que mis pobres huesos ya no puedan soportar esta maravillosa brisa marina, hasta que mis cenizas reposen en el fondo del mar junto a los de mi querida y amada esposa y las olas nos traigan a reposar junto a los cimientos de mi paseo dominical.
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