Amanece un nuevo día de primavera en un pueblecito del sur, de esos de casitas blancas y ventanas enrejadas llenas de flores. Con sus callejuelas estrechas y empedradas, con ese ambiente acogedor y familiar que hace que todo el mundo se sienta a gusto perdiéndose entre plazuelas y fuentes, bares y gentes.
Soledad era una niña del pueblo; con su pelo negro siempre sujeto con una coleta y con unos ojos verdes enormes, que rivalizaban en brillo con las mismísimas esmeraldas, vivaracha y alegre como ninguna otra niña aunque por causas de la vida no tenia casi nada que ponerse, apenas un par de vestidos medio roídos para toda la semana y otro que guarda celosamente para ir a misa los domingos.
Al salir de clase siempre quedaba con su amigo Juan, un chaval que vivía a las afueras, en una chavola en el campo y que se encargaba de cuidar el ganado del señorito de turno. Pero que cuando tenía un rato libre corría a buscar a su amiga para poder disfrutar un poco de su niñez.
Así pasaban tardes inolvidables bañándose en el río y jugando por las veredas y plantíos de olivos de su querida tierra.
Allí sentados en lo alto del risco que dominaba el pueblo veían ponerse el sol y se contaban sus sueños y esperanzas, disfrutando el uno del otro hasta que caía la noche.
Las cosas no iban bien en el pueblo y la familia de Juan tuvo que emigrar para poder buscar un trabajo con el que poder sustentarse, y muy a su pesar tuvieron que separarse no sin antes prometerse que algún día volverían a estar juntos.
Pasaron los años y Soledad se convirtió en una mujer hecha y derecha con su coleta negra y sus ojos aceitunados que, ahora, daba clases a los chavales del pueblo en la pequeña escuela de la que años atrás se había escapado más de una vez para acompañar a su amigo Juan en su trabajo con las reses bravas.
Se acercaban las fiestas del pueblo y en el bando que anunciaba las fiestas se anunciaba una gran corrida de toros en la cual se veía como cabeza de cartel un nombre poco conocido pero que según los entendidos era la gran promesa del toreo nacional; Juan el Coleta.
Fuegos artificiales, charangas, fino, sevillanas y un ambiente festivo de lo mejorcito de la comarca, hacía que cientos de personas, lugareños y extranjeros se citaran esos días en el pequeño pueblecito andaluz, para disfrutar de la música, la gastronomía, y sobre todo del ambiente taurino que reinaba en el ambiente con la gran expectativa del nuevo novillero que tomaba la alternativa esa tarde.
Soledad como todos los años, acudió aquella tarde a disfrutar de una tarde fiesta en compañía de su madre, sin saber lo que iba a acaecer.
La banda empieza a sonar y Churumbelerías llena el coso cuando las cuadrillas comienzan el paseíllo.
Todos los ojos puestos en el joven y desconocido novillero. Cuando Soledad fijó sus ojos en él, sintió como un cosquilleo recorría todo su cuerpo sin saber por qué. Notaba algo familiar en aquel perfecto extraño que vestido de verde y plata recorría el albero desafiante y con esa pinta de prepotencia chulesca que tienen los toreros en el ruedo.
La tarde trascurría entre pases de pecho, manoletinas, verónicas y molinetes. Buena faena la del maestro, la gente en pie y cientos de pañuelos blancos ondeando al final de cada toro.
Llega el momento del último de la tarde y Juan El Coleta con toda la tranquilidad del mundo se adentra hasta el centro de la plaza y cuando va a brindar el que iba a ser el morlaco de su consagración, lentamente se acerca al tendido de sol, se quita la montera y clavando sus ojos en aquella niña morena de ojos verdes , con voz temblorosa dice: Este toro se lo dedico a la niña que hizo que mis sueños se hicieran realidad, va por ti , Soledad.
Aquellos ojos verdes se llenaron de lágrimas de alegría y estupor al darse cuenta que aquel niño había triunfado y había vuelto para cumplir su promesa, para estar junto a ella hasta el fin de sus días y darle aquella vida que juntos soñaban en el risco de lo alto del pueblo.
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