Una moneda para Caronte

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Sólo hay que saber leer entre líneas las verdades contenidas en los viejos textos para dar con el barquero… Y tener la voluntad y el coraje de querer llegar hasta él.

El bar donde lo encontraría era un tugurio de mala muerte situado en el barrio más deprimido de la ciudad, próximo a una pequeña capilla dedicada a San José. Estaba regentado por un tipo con cara de muerto y su clientela era de lo menos recomendable, pero nada malo me ocurriría entre sus mugrientas paredes siempre que respetara las reglas del local y me dedicara a mi cerveza, donde ahogaba la tensa espera del barquero que, gracias a Dios, o al demonio al que entregué mi alma, no fue mucho.

Ser la única mujer en aquel antro lo atrajo a mí, ahorrándome los recelos que hubieran suscitado en él un acercamiento forzoso. El barquero se sentó a mi lado, sinvergüenza, desagradable y peligroso como los viejos verdes que esperan a las colegialas a las puertas del colegio con caramelos en las manos, entablando una vana conversación que aproveché para emborracharlo, lo que no fue fácil. Tenía aguante para la bebida y sólo conseguí tumbarle tras dejar en la barra un buen pellizco de mi sueldo, yéndonos de aquel antro agarrados por la cintura como buenos colegas de borrachera. El viejo aprovechaba la cercanía y los escasos momentos de lucidez para sobarme a su antojo algo que, aunque me repugnaba y hacía revelarme, decidida como estaba a recuperar lo perdido, me servía de acicate para llegar cuanto antes al embarcadero, donde sabía que ya esperaban mis dos forzados compañeros de viaje.

 

*        *        *

 

La luz en la caverna era violácea. En un embarcadero que no conoció tiempos mejores, ocupada la orilla por cientos de almas que esperaban la llegada del barquero con una moneda en la mano, la esbelta embarcación, adornada su proa con una bella efigie de Medusa de rica policromía, se mecía sobre unas aguas de la textura y el color del caramelo líquido. La imagen portaba una antorcha encendida en la diestra y tenía la cabeza inclinada hacia delante, a modo de reflexión o de tristeza, delicadamente cincelada la curva de la espalda desde donde arrancaban un par de alas emplumadas. Arrojé sin miramientos al barquero entre los pies desnudos de mis dos acompañantes y con un decidido golpe de pértiga puse rumbo al desconocido horizonte que Medusa iluminaba para mí, ignorando a los que desde la orilla me alargaban el pago del embarque.

El cansancio no se hizo esperar. Sentía los músculos agotados y la piel sudorosa bajo el disfraz en el que había ocultado mi cuerpo, temerosa de que las piezas que lo formaban –la prominente joroba, la espesa barba y el apretado ventaje que reducía mis pechos hasta hacerlos suplicar por la libertad con cada nueva inspiración–, cedieran con el próximo impulso. Pero no desesperaba; sabía mi meta un poco más cerca con cada metro ganado, siguiendo con obstinación las indicaciones «…desde el embarcadero a través del bosque que despoja y del cañón de dos aguas, hasta las aguas del tormento y la orilla donde Cerbero aguarda…», que aún retengo en mi cabeza. Y así llegué hasta el terrible guardián de tres cabezas, bajo cuyas nauseabundas fauces pasé sin dificultad protegida por mi carnavalesco disfraz; oculto mi temor bajo los rancios efluvios del dormido barquero.

La luz ganó intensidad, ganándole la batalla a la antorcha portada por Medusa, y me encontré ante otro embarcadero de hechuras similares a las del dejado atrás. Dejé el fardo en que se hallaba convertido el cuerpo del barquero en la embarcación y fui al encuentro del dios del Hades, que me acogió con una enorme sonrisa de bienvenida.

–Hacía mucho que nadie se aventuraba por mis dominios conservando aún la vida. Caronte se ha ganado un buen castigo gracias a tu atrevimiento y su torpeza, y he de advertirte que puede ser muy rencoroso. Te la guardará hasta la próxima vez que os veáis. Sólo tiene que esperar, y eso se le da muy bien.

»Pero hoy gozas de mi protección. Sé tú misma. Deshazte de esos artificios que nada te favorecen y explícate, por favor.

Sin ceremonias le acerqué mis obsequios, aquella pareja de enamorados que por mi oscura determinación habían cruzado el Averno con una moneda para Caronte, y di a conocer mi oferta: «Te ofrezco dos almas a cambio de una. La de mi amado, muerto hace un año desterrándome al infierno de la vida sin él, por la ellos dos». Así se lo planteé al señor del inframundo y él me escuchó con la seriedad de un padre preocupado.

–Por esto has condenado tu alma. Y he de decirte que tu hombre no es ya el que conociste; sólo una sombra de lo que fue. Un adorno con el que quieres llenar el vacío de tu vida... Y que no lo conseguirás.

–Aún así es lo que deseo –y mirando a mis dos víctimas agregué–. He pagado un precio muy elevado para dar ahora marcha atrás.

–¿Y ellos? ¿No tienes remordimientos?

»¿Sus gritos silenciosos no han torturado tu alma mientras surcabas mis aguas?

–Se prometieron entre susurros enamorados el amor eterno. Yo sólo he evitado que uno de los dos sufriera lo que yo he sufrido… O que se llevara la decepción del engaño.

Y tras aceptar magnánimo mi propuesta me dejó regresar con mi amor recuperado; un cascarón vacío que nada tenía que ver con el que me dejó y que ahora me observa como ha hecho desde entonces, impasible ante mi persona, mis palabras y mis actos. Ya no sé si fui feliz a su lado. Puede que sí lo fuera; tal vez condené el alma en vano. Hace mucho de todo eso, y la pasión y su recuerdo se me pierden entre los vapores de la vejez… ¿De qué estaba hablando? Un desconocido clava sus jóvenes ojos en mi cuerpo marchito. Tengo una moneda fuertemente atrapada en mi mano y la sensación de que pronto tendré que saldar una cuenta pendiente.

 

B.A., 2.014


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