Verano del 83, este es el año en que cumplo 18 años, ya soy toda una mujer, demasiado formada para mi edad pero una niña al fin y al cabo.
Este año lo voy a pasar a casa de mi abuela al campo, me vendrá bien pasar unos días en la naturaleza rodeada de animalitos y plantas.
Mi abuela es una venerable anciana de sesenta y tantos que en su juventud fue hippie por lo que ahora es tan liberal y alocada como lo soy yo.
Tiene una granja a las afueras de un pueblo perdido de la mancha, con vaquitas y todo tipo de animales.
El día de mi llegada, ella está ausente y me recibe su digamos, capataz; un tío grande y moreno, con ojos verdes y un cuerpo de infarto, lo taladro con la mirada y me imagino una bienvenida más calurosa.
Con una mano coge mi pesada maleta y me acompaña a mi habitación, indicándome que mi abuela regresará en seguida. Cierro los ojos y me lo imagino abordándome contra la cómoda e intentando besarme el cuello mientras sus manos se deslizan por dentro de mi camisa cuando el ruido de la puerta cerrándose detrás de él me hace volver a la realidad.
Me distraigo ordenando mi ropa, mientras intento sacármelo de la cabeza, pero me es muy difícil olvidar el aroma que desprende su cuerpo.
Desde la ventana del cuarto observo descaradamente como Mateo (que así se llama), trabaja sobre un tractor averiado, su cuerpo embadurnado con una mezcla de sudor y grasa me lleva otra vez a su lado, a sus brazos musculosos cogiéndome por la cintura mientras con una mano de desprende de mi camiseta y deja asomar mis pechos adolescentes. De nuevo el sonido del motor del tractor me trae de vuelta a mi habitación.
Me ducho con agua ligeramente fría, pero ni por esas se me baja el calentón. Me seco y visto una camisa blanca anudada a la cintura y la faldita más corta que he encontrado en la maleta y vuelvo a su encuentro.
Como si fuera una niña tonta comienzo una conversación con Mateo mientras voy dando vueltas alrededor del tractor, se que me mira y le voy enseñando, pero es demasiado correcto, no se si por mi corta edad o por miedo a perder su trabajo.
De todas maneras creo que esta noche tendrá un buen subidón de temperatura con lo que le he mostrado.
Llega mi abuela y voy corriendo a saludarla, no sin antes despedirme con un suave roce de mis manos sobre la cintura de Mateo, que permanece tumbado debajo del tractor.
Después de hablar horas con mi abuelita subo a mi cuarto y abro las ventanas del ático donde desvelada por mi capataz observo las estrellas pensando en su torso desnudo.
Algo llama la atención de mis ojos al mirar hacia el granero, es Mateo que se introduce en él como un zorro en un gallinero.
Bajo corriendo y sin hacer ruido busco a mi capataz para hallarlo tumbado encima de una mujer rubia de unos treinta y tantos. Los dos desnudos y amándose como si fuera su primera cita. Me quedo observándolos durante un rato hasta que noto que Mateo ha descubierto mi presencia y me voy ruborizada hasta mi cuarto.
La vergüenza no me deja levantar la mirada del suelo cuando paso a su lado de camino al mercado y, aunque se despide de mí como si nada hubiera pasado, sólo un tímido hasta luego sale de mi garganta.
Día tras día, el verano llega a su fin y regreso a mi casa en la ciudad con la imagen de Mateo grabada a fuego en mi mente.
Esperando que llegue ese verano en que sea yo la que se encuentre entre el heno con él, me conformo con haberlo tenido como mi amante imaginario durante ese cálido mes de agosto. Me conformo con que ese morenazo de ojos verdes haya sido mi amor platónico.
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