Sábado melancólico

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El sábado era el día en que visitaba su restaurante favorito. Un renombrado cocedero de mariscos que conjugaba a la perfección el ambiente marinero recreado por lujosas maquetas de fragatas y galeones con el más refinado y exquisito de un café parisino de principios del siglo XX, con venus, apolos y demás personajes mitológicos tallados en rico mármol.

Tal era la veneración que sentía por aquel día, que para él el sábado era simplemente el día del cocedero de Luis.

Sin embargo, mientras saboreaba un delicado ribeiro de matices afrutados y casi congelado, recordó con indignación aquel viernes por la tarde y la frialdad propia de un autómata con que sus trabajadores apuraron la última hora de su jornada.

Bien es cierto que no hubo por parte de ellos insulto alguno o malos modos en forma de gestos despectivos, pero su disgusto por los cuarenta euros en que se había reducido sus sueldos era más que evidente.

Ni siquiera la sutil textura del centollo que devoraba con melancólica fruición era capaz de hacerle olvidar la ingratitud de sus operarios. “¡Pero qué quieren! ¿A caso les parece poco los 300 euros al mes?”, pensaba ensimismado a punto casi de cortarse el labio con una esquirla de pata de crustáceo.

Se sentía tan compungido por aquella ingratitud que ni siquiera La Mar, de Debussy, su obra favorita y con la que el gerente del local ambientaba sus veladas sabatinas, logró aliviarle.

“¡Por lo menos tienen trabajo, que es lo importante! ¡Como si yo fuese el culpable de que tengan que comer en el comedor social o de que sus hijos tengan que irse a la cama sin cenar algún día que otro! ¡Si hasta incluso ahora los supermercados hacen la vista gorda cuando se despachan a su gusto por la noche con lo que dejan en los contenedores! Manzanas, peras, uva… Comida no les falta. ¿Que andan con remilgos por que alguna pieza tiene algún que otro gusano? ¡Pues ése es su problema! Peor sería que ellos y los sindicalistas de las narices se empecinaran en complicar las cosas y que volviésemos a vivir una guerra. ¡Eso sí que sería el colmo!

No, si ahora los empresarios tenemos la obligación de arreglarle la vida a los demás, de que tengan que tener un piso, un coche, un televisor, y vete tú a saber qué más lujos a nuestra costa”. Aquellos pensamientos se convirtieron para él en un verdadero incordio, pero a su vez eran el único modo que encontraba para autojustificarse y, de paso, encontrar alivio a sus preocupaciones.

Realmente aquél fue uno de los peores sábados de los últimos años. Sin embargo, las caricias de su amante, una veinteañera en prácticas no remuneradas cuya única compensación era algún regalo que otro y las cenas de “negocios” de los sábados, y la oportuna decisión del gerente de no cobrarle por su decaído estado de ánimo lograron, al menos, consolarle un poco y hacerle olvidar la ambición de aquella gentuza. Un alivio que se tornó en euforia al pensar en las medidas que pronto, muy pronto, adoptaría el Gobierno: mayores subvenciones a los empresarios; una ampliación aún mayor de la edad de jubilación; eliminación de prestaciones por paro; una amnistía aún más generosa con los defraudadores fiscales; reducción del salario mínimo interprofesional… Era tal el cambio que experimentó su ánimo, que una tenue sonrisa se dibujó en sus labios cuando cogió del brazo a su acompañante para salir por la puerta. Una sonrisa que no pasó desapercibida al gerente que vio recompensada con ella el gesto de no cobrarle la cena.

“Me alegro de volver a verle con el mismo talante que todos los sábados, don Rafael. Le he visto tan desanimado durante la cena que llegué incluso a pensar que había algo que no era de su agrado”, le espetó Carlos, que así se llamaba el gerente.

“Muchas gracias. Como siempre, tan atento y servicial. Por cierto, la Navidad está cerca, y ahora que vienen buenos tiempos, sabré recompensar tan excelente trato y servicio”.


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