La Apuesta

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Habíamos caminado toda la mañana, fue muy espectacular, nosotros éramos amigos desde la infancia, siempre Alfredo venía a casa, mamá lo atendía muy bien cuando venía, nos preparaba el almuerzo a mí y a él. Los sábados íbamos al club a jugar fulbito hasta cansarnos demasiado, y cuando regresábamos a casa mamá nos esperaba con unos refrescos de piña helada, que era lo que más nos gustaba.

Siempre quise tener un hermano como Alfredo, que quisiera jugar conmigo siempre, y a pesar que nos peleáramos igual lo querría. Los padres de Alfredo vivían en España, habían ido a trabajar allá, tenían sus empresas hay y, ya eran parte de ese país, Alfredo siempre me contaba de ellos, los extrañaba mucho pero todas las noches su mamá le llamaba a preguntar como estaba, que tal su día o como le había ido en la escuela, él era un buen alumno ni que decirlo, tenía altas calificaciones, su mamá le dijo que en vacaciones vendría a visitarlos y pasar un verano exitoso.

Su abuela era una mujer de casi ochenta años, que cuidaba de él, era su tutora, su confidente siempre Alfredo la cuidaba, la trataba con cariño y entusiasmo. Alfredo Cumplía los catorce años el viernes. Un día antes de la gran tragedia que nunca olvidare y que hasta hoy me siento culpable.

Habíamos reunido a todos nuestros compañeros del salón, entre chicos y chicas y amigos del barrio, él no quería una fiesta de moda con luces y bailes exóticos, mucho menos trago ni cosas viciosas, su abuela era una acérrima devota, no le gustaría ver esos desplantes en su casa.

Ni bien llegado la cinco de la tarde, los muchachos ya se aproximaban a casa de Alfredo, a estar un rato con él, saludarlo, darle unos obsequios y pasar un momento agradable. ¡Había llegado lucia la chica de los ojos verdes, la que engatuso como a un gatito hambriento a Alfredo, el que no era capaz de declararle su amor y sinceridad a lucia porque era muy tímido. Alfredo se alegró mucho, ella le saludo con un beso en las mejilla que lo volvió loco y apresurado al pobre muchacho. Todos compartíamos muy buenos bocaditos hechos por la tía maruja, ella era una experta en repostería vino también a compartir con Alfredo el buen momento, vimos una buena película, comimos muchas palomitas de maíz, ya estábamos extasiados y contentos, para ese entonces Frank puso una música muy suave un pequeño vals, que hiso que nuestros cuerpos se movieran al compás de ella y tararear un poco y así se fue dando.

Al día siguiente, sábado salimos muy temprano a correr por el malecón, debes en cuanto caminábamos porque Alfredo se cansaba muy deprisa, nos sentábamos en unos bancos a tomar agua y luego seguiríamos. En eso hicimos una apuesta, el que cruzara la pista más rápido y llegara a la pequeña tiendita de enfrente sería el mejor, Alfredo acepto, conté… a la una… a la dos… y…. a… las…. Tres… Alfredo dio el primer paso y apresurado corrió, sin darse cuenta que el semáforo ya estaba en verde y los carros volaban en rapidez. ¡Espera…. Fui lo último que dije un auto había hecho volar a Alfredo casi un metro de donde estábamos, mucha sangre en la pista, la botella de agua tirada a un lado, fui a verlo, no se movía, ¡que hice… me dije, me arrodille junto él, esperando que reaccionara pero nunca me hablo.

Hasta hoy sigo pensado, muchos años después, que hubiera pasado si nunca hubiera hecho esa apuesta tan peligrosa tal vez, quizás hoy estuviéramos compartiendo muchas cosas, como lo hacíamos antes.


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