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Prefería estar a solas con sus sueños, con esos en los que cabalgaba a lomos de un escamado dragón de fauces llameantes, con aquellos que le obligaban a surcar las temibles aguas de los mares del sur, al timón de un gigantesco barco de papel, abordando naves de malvados corsarios por doquier.
Deseaba no despertar de ese mundo fantástico, porque su realidad le devolvía a los brazos crueles de aquella crujiente y roída hamaca de madera; esa cárcel custodiada por un ejército de batas blancas y botes de pastillas, sedantes de la imaginación infantil.
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