Su mano acaricia distraídamente un pequinés mientras mira de soslayo al pintor. Tras ella, una sobria columna, de la que pende un lienzo rojo, realza su imagen de color ocre cuya viveza se ha perdido tras el paso de doscientos cincuenta años.
Aquel regio retrato ilustraba la carpetilla de un disco compacto que contenía treinta sonatas para clave. Su música, de acordes agudos y metálicos, llenaba mi habitación sin dar lugar a que el bullicio de la calle y de los pisos vecinos perturbase aquella virtuosa interpretación.
Realmente, me sentía fascinado por aquella obra. Pero el auténtico motivo por el que me había decidido a escucharla, era para tratar de aliviar el cansancio y la fatiga mental que sentía por la falta de sueño.
Fue entonces cuando, al ser consciente de mi estado, me asaltó una duda mientras observaba el retrato de aquel compacto. Llegué a la conclusión de que mi fatiga mental podría jugarme una mala pasada: lograr que viera cosas que no eran reales, alucinaciones. Si aquello era posible, no debería tener dudas respecto a la inconsistencia de tales visiones. Sin embargo, ¿qué otra realidad podría admitir en aquellos instantes que la que captasen mis ojos?
Así que, aquello que no debía ser otra cosa que un descanso, se convirtió a raíz de aquel razonamiento en una tensa espera, tal vez de la llegada de una dama vestida a la moda del siglo dieciocho que se sintiera atraída por aquel recital de clave.
El deseo había acabado y, aliviado, encendí la luz de la habitación a la vez que dejé de mirar hacia la puerta.
Afortunadamente, la música había mitigado mi malestar y ni siquiera volví a pensar en aquellas disparatadas inquietudes.
Al domingo siguiente, tras salir del cine, me senté en una lujosa cafetería. El ambiente era distinguido: estantes repletos de jarrones de porcelana y retratos de personajes ilustres en las paredes. No menos señorial era la clientela del establecimiento. Un portero de rigurosa etiqueta impedía la entrada de todo aquel que no vistiese elegantemente.
Mientras tomaba mi café, sentí que alguien me observaba. Era una sensación extraña, pero todo el mundo la ha sentido en alguna ocasión: nadie te toca, pero puedes sentir que alguien te mira por detrás.
Efectivamente, un hombre de unos cuarenta años, de rostro rasurado y pelo engominado me miraba con descaro mientras me sonreía con cierta cortesía.
Se acercó a mi mesa y tras disculparse por su osadía se presentó formalmente. Se llamaba Esteban Prados de Braganza. Al oír su segundo apellido tuve una sensación parecida a la que se experimenta cuando hallamos algo que nos parece extrañamente familiar.
Si aquel nombre me produjo un incomprensible escalofrío, aún me estremeció más lo que me contó aquel hombre.
Me dijo que, una semana antes, tuvo un sueño en el que, en un tiempo muy remoto, una antepasada suya escuchaba un recital de clave en compañía de un joven caballero. Aquel acompañante, vestido a la moda de mil setecientos cincuenta portaba un espadín de media vara y cubierto por una peluca blanca, sería tal vez uno de los tantos caballeros de la corte de Fernando VI. Pero lo asombroso para el narrador de aquel sueño no era su aspecto sino el extraño parecido que halló en mí y el hecho de encontrarme por una extraña casualidad en aquel café.
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