Bar de carretera

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Siempre me gustaba que a mi padre le encargaban que realizara la ruta del norte, pues de ese modo podíamos detenernos en ese bar de carretera. Allí siempre estaba la hija de la propietaria, Elena, ponía en su chapa.

A veces me quedaba fascinado con sus movimientos, porque ella siempre caminaba libre, aunque estuviera encerrada. Era como si se encontrara en algún mundo lejano, y además, siempre llevaba una sonrisa en la mirada. A pesar de estar muy ajetreada, a veces se dirigía hacia la ventana y miraba a ninguna parte, como si estuviera hechizada por algo que solo ella comprendía. Cuando eso ocurría, la dueña siempre la regañaba, y entonces ella volvía a servir a los clientes. Mi padre le pedía nuestros desayunos y yo esperaba que me dedicara una mirada. Ella todavía tenía la belleza despreocupada de la adolescencia, esa belleza inocente y mágica. Todavía tenía ese punto de rebeldía que hacía posible imaginar los sueños. Y entonces yo me animaba y volvía a mi cuaderno con algunas frases geniales, o incluso poéticas. Durante esos momentos, Elena era una diosa, aunque ella no lo sabía, pero era una diosa por lo que creaba, y cuando la miraba yo vivía de nuevo, aunque el camión de mi padre estuviese aparcado en la entrada y tuviéramos que seguir en la carretera. Me pregunto si Elena todavía seguirá mirando por la ventana, si todavía brillará su luz en ese bar de mala muerte. Espero que no sea así, espero que pudiera escapar antes de que la edad la destrozara, aunque fuese para ir a ninguna parte.

 

 

 


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