Groucho y el Siglo XXI (6)

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Su pie izquierdo

Suena la llave en la puerta. Ésta se abre y entra Madeleine. Parece muy cansada.

-¡Hola, Julius! Uf, estoy molida.

-Por favor, siéntese en el sofá, Madeleine. ¿Le hago un masaje en los pies? Luego iré subiendo hasta que me pare usted de un bofetón.

 Se deja caer riendo en el sofá y se quita los zapatos. Me arrodillo ante ella y tomo su pie izquierdo entre mis manos. Es ligero como una pluma, y es perfecto. Y hasta huele bien. Si la situación hubiese sido a la inversa, al apartamento le hubieran faltado ventanas para abrir y que corriera el aire. Comienzo a masajearlo con suavidad, y luego con energía en la planta del pie. Madeleine suspira aliviada.

 -Lo hace usted de maravilla, Julius. ¿Dónde aprendió?

-Verá, querida, uno tiene sus recursos. Trabajé de herrador de caballos una temporada, en el hipódromo.

-¡Vaya, que romántico!

-No me malinterprete, Madeleine. Aquellos pura sangre eran algo especial. Eran tan hermosos como las más bellas mujeres, y lo mejor es que con un poco de paja ya los tenías contentos. En cambio las damas que iban a ver las carreras no se conformaban con menos de un abrigo de visón o un collar de perlas. Tuve que hacerme campeón de canicas entre los chicos del barrio para conseguir suficientes collares!

-¿Y ellas no se daban cuenta del engaño?

-No, porque en cuanto se lo ponían venía mi hermano Harpo, se lo quitaba de un tirón y salía huyendo, yo salía tras él vociferando y al poco volvía diciendo que había escapado, con lo que yo quedaba como un señor. Entonces las tomaba en mis brazos y las consolaba. Todo iba a la perfección hasta que Harpo se presentó en la puerta del hipódromo con veinte collares en el cuello y exigiendo su comisión a bocinazos. Acabamos los dos en el calabozo hasta que Miss Dumont, su abuela, vino a pagar la fianza. Nunca se lo agradecí lo suficiente. En realidad, nunca se lo agradecí.

-¡Es usted incorregible, Julius! Me pasaría el día escuchando sus anécdotas.

-Muchas gracias, Madeleine. Y yo me pasaría el día contándoselas.

Madeleine baja los ojos y se produce un embarazoso silencio. Retira su pie de mi mano y se levanta ligeramente sonrojada.

-Bueno, será mejor que recoja la cocina.

-Ya lo he hecho yo, querida -contesto, un tanto azorado-. He fregado la vajilla del desayuno y la he guardado en el armario blanco bajo el fregadero, ese tan curioso con dos estantes en forma de rejilla. Lo raro es que dentro había cubiertos y vasos usados, así que los he sacado y los he fregado también.

 

Ante mi estupor, Madeleine estalla en carcajadas.

 

-¡Eso era el lavavajillas, Julius! Aún había cosas de ayer. Ha trabajado usted en vano, esa máquina lava la vajilla ella sola. –

 

Y yo bendigo mi equivocación, pues ha conseguido que vuelva a sonreír...

 


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