Cuando las sombras terminaron de engullir el último rayo de luz los Micropodos comenzaron sus labores habituales. La casta de veloces centinelas salió como tropel de los resquicios de un mueble victoriano repleto de libros desparramados y carcomidos. Una vez localizado el botín, una imperceptible estridulación dio la señal. Un segundo grupo comenzó a emerger de la abertura. La casta de los recogedores de migas limpió el terreno en tan solo unos minutos. La última tarea le correspondió a la casta de ilusionistas, la más joven e ingenua. Emergieron de una fisura en la base de un candelabro oxidado. Su vuelo errante dejó tras de sí una estela densa de polvo gris que luego precipitó en todas las superficies formando bolas de pelusas. La escena se torno jovial, algunos jugueteaban con las llaves. Otros cambiaban de lugar los retratos familiares y unos pocos mordisqueaban restos de comida adheridos al sillón de lectura. Cuando la última mota de polvo se desvaneció, el cuarto retornó a su cadencia humana. La ilusión se había concretado.
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