Una vestidura rasgada por las perennes pesadillas ungidas en el banco de la plaza. Unos pies llagados por las ásperas calles que apenas transitaba. Las manos quemadas por filtros y filtros recogidos de esas crudas calles. Brazos recogidos, hombros ataviados por la tensión que recorría su cuerpo, cabeza agachas y mirada perdida. El rostro, que es la expresión del alma, se sostenía por un endeble hilo que le unia a su mundo. Su mundo, la compasión por la vida. Su vida, un cuerpo al filo del abismo. Casi un milagro que siguiera en pie, fuera tumbado en el banco o anclado al suelo con esas rodillas que apenas le valían para pedir limosna. Mirando arriba, muy arriba, donde la vista no alcanza para no ver a nadie entendió lo que era el mundo. El mundo siempre habia su vida. Entregándose a ella llevó su mirada a las manos, los pies, brazos, piernas, su torso... y llegó a sus ojos, donde vió el observarse a si mismo. Había dejado de ser el, el ya no era el sino la vida misma.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales