Un domingo diferente

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Perfecto se encontraba alegre y exultante aquella mañana de domingo. No había sido necesario que el cura le dijese aquello de podéis ir en paz para verlo, una hora más tarde, devorar con auténtica fruición y entusiasmo las porras que se hacía acompañar con un café con leche después de la misa de ocho.

Pese a que los sábados no se acostaba antes de las tres de la madrugada, prefería madrugar al día siguiente para asistir al primer culto dominical. Lo que hacía los sábados en compañía de sus socios y amigos, Manolo y Riquelme, era algo reservado estrictamente al ámbito de su intimidad. Pero la abnegación y el sacrificio con que acudía a la primera misa dominical debía ser un hecho público y notorio que diera a conocer a todo el mundo que él era un caballero español y católico de raza.

Pero en aquel domingo había algo diferente a los anteriores. Los habituales ojos legañosos y somnolientos, vencidos por los whiskys y las horas en vela de la noche anterior, habían cedido su lugar a una mirada fresca y entusiasmada. Se sentía como un niño que ardía en impaciencia por mostrar unas calificaciones excelentes para obtener, a cambio, la recompensa de sus padres. Apenas podía contener la ansiedad por dar a conocer a su mujer las razones de su entusiasmo.

Mientras meditaba sobre el momento y la forma en que iba a dar la buena nueva, sus dedos, manchados por la azúcar y el aceite del desayuno, juguetearon con el diario que se hallaba en la mesa. Sus ojos apenas se detuvieron sobre el primer titular: un anciano de setenta años que iba a ser desahuciado por el impago de su hipoteca se lanza desde su azotea. Sus labios esbozaron una tímida sonrisa al pensar en la reacción de su mujer cuando conociese lo que tanto ansiaba contarle.

La siguiente noticia, con titulares en negrita, se refería a un caso de hambruna infantil a consecuencia de la crisis: La Cruz Roja denuncia que ocho mil quinientos cincuenta y cuatro niños padecen desnutrición en la provincia de Alicante. De nuevo, la sonrisa afloró en sus labios, pero esta vez no exenta de cierto mohín de asco y burla por lo que él consideraba como el exagerado alarmismo social y oportunismo de aquella publicación.

Tras doblar el periódico con una cómica palmada y apurar la última porra, tomó aire y reforzó con gesto triunfal y franco su sonrisa.

“Lo han conseguido”.

Su mujer no necesitó explicación alguna para saber qué quería decir con aquella lacónica frase. Perfecto llevaba meses alabando las excelencias de las nuevas medidas del Gobierno: reducción salarial; despido libre y mayores ayudas a la contratación temporal, así como sustanciosas subvenciones a los empresarios. Medidas que habían alcanzado su objetivo: una reducción del dos por ciento del nivel del paro. Una gran noticia que debía ser celebrada por todos: por las personas decentes y católicas como él y su mujer; pero también por aquellos que pese a que iban a trabajar menos días, por más horas y cobrando menos contribuirían a avalar el éxito del gobierno, su gobierno, para perpetuar su continuidad.


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