El hambre y el valor del soldado
Maldijo para sus adentros cuando el cuchillo se le escurrió de entre los dedos. Era una noche sin luna y no sería fácil encontrarlo en aquel lodazal. El hambre y el frío le atenazaban y le impedían moverse con facilidad. Si quería sentirse mejor, debía recuperar como fuese aquella navaja.
Trabajosamente, apartó su fusil.Acto seguido, se arremangó la casaca, introdujo ambas manos en el espeso fango y palpó el terreno con denuedo. Tanteó el barrizal una, dos y tres veces. No encontró nada. Suspiró. !Como había sido tan estúpido de dejarla caer! Una fuerte punzada en su estómago hizo que su desesperación fuera en aumento. Lo volvió a intentar, y esta vez introdujo sus dos brazos en el cieno y removió la tierra a conciencia. Al final, la punta de sus dedos distinguió el afilado acero de la hoja, y se aferró a ella como si fuera su última esperanza de vida.
-En cierto modo lo es.- pensó Sebastian.
Hacía mucho tiempo que no comía en condiciones. La maldita guerra se lo había impedido. Y, ahora, la falta de descanso y alimento le habían minado sus fuerzas hasta llevarle a la extenuación. Notaba que la vida se le escapaba al mismo ritmo que sus fuerzas le abandonaban. Estaba tan helado y gastado como todo lo que le había rodeado en los últimos meses: Hambre, miseria, destrucción y muerte. Sobre todo muerte.
Habían sido cinco semanas de lucha continua. Matando, disparando y huyendo. Siempre en retirada. Huyendo, disparando y matando. Y así una y otra vez. Sebastian sabía que sin algo de comida, no podría dar un paso más.
Un inmenso alivio recorrió su cuerpo cuando contempló el cuchillo impregnado de barro en su mano. Era el instrumento que necesitaba para comer. Con una terrible urgencia, lo clavó en la lata de carne envasada que le acababan de dar e hizo palanca con todas sus fuerzas. La tapa cedió, liberando un tenue suspiro de aire procedente de su interior. Cinco semanas luchando, casi sin alimentos. Los ojos se le empañaron y dio gracias a Dios por permitirle llevarse algo a la boca.
Sebastian no estaba acostumbrado a padecer necesidades. Él procedía de la Bretaña, donde los pastos engordaban a orondos animales que saciaban a las gentes del lugar. No, definitivamente, no estaba acostumbrado a ese tipo de vida y de lucha. Nadie podía estarlo. Cinco semanas corriendo, sin tregua, sin victorias, sin descanso. Deseó que el diablo se llevara por delante a todos aquellos malditos alemanes.
Con desespero, se llenó ambas manos de la carne enlatada y se las llevó a la boca. Casi se atraganta, pero no le importó demasiado. Deglutió con fruición la carne. Que se le antojó completamente exquisita.
Su necesidad le impidió pensar en cómo había conseguido esa carne. El sargento la había traído hacía muy pocos minutos y los hombres, olvidando todas las precauciones propias de un soldado dejaron sus armas y se abalanzaron sobre las latas. Pero no fue necesario pelear por ellas: Había una para cada uno de ellos. Sin duda, era algo excepcional.
Sebastian se introdujo otro trozo a la boca y, esta vez, más calmado, masticó brevemente, disfrutando el sabor. Era consciente que sus parientes en Bretaña hubieran considerado esa carne como algo horrendo. Pero Bretaña estaba lejos de aquel lugar. Y él había luchado mucho, matado más y comido muy poco. Para él era gloria bendita.
A medida que iba engullendo y el ansia se calmaba, empezó a recuperar el hilo de sus pensamientos. Y no se reconoció a sí mismo. Nunca había estado tan desesperado hasta tal punto de que sus instintos más básicos le limitaran su capacidad de razonamiento. Sebastian reflexionó sobre ello: El hambre nos acerca lo que realmente somos: animales. Alimañas asustadas ante el frío, la calamidad y la muerte. Un triste manojo de anhelo y deseo. Dio otro bocado.
Sus pensamientos empezaron a volar y se acordó de otro momento en que sus deseos se habían apoderado de él. Había estado separado, por motivos de trabajo, un año y medio de su mujer. En ese período, le había sido completamente fiel, no sin esfuerzo. El día del reencuentro con su esposa había sentido esa misma hambre canina que le angustiaba minutos antes. Cuando regresó, la abrazó y la besó con incontenible pasión, mientras se la llevaba al dormitorio y ella se dejó hacer. La primera vez que hicieron el amor fue de forma intensa, alocada y violenta. Era normal. Se dejaban llevar por el anhelo de dos cuerpos que se conocen y que no se han disfrutado en mucho tiempo. Al poco, tomaron un breve descanso.
La segunda vez que se amaron fue una experiencia delicada, placentera y plena. Ya no eran dos cuerpos excitados por la ausencia, si no dos almas que se reencontraban después de mucho añorarse. Cuando acabaron, exhausto, Sebastian la miro a los ojos. Y recordó lo mucho que la quería y deseó que ella siempre fuera feliz. Nunca podría olvidar los ojos azules de Marie, su esposa, que, aquella tarde, le correspondían llenos de ternura y emoción.
Sebastian se percató de que sus nervios empezaban a templarse. Desgraciadamente, también notó que la carne ya no le parecía tan buena. Miró a su alrededor y comprobó que su situación no era buena. La trinchera, pequeña y torpemente excavada, era lo único que le brindaba algo de protección en esa guerra de muerte. Una muerte que conocía bien y que había visto bien de cerca. Era una muerte que se protegía con casco de guerra puntiagudo y hablaba alemán. Habían sido cinco semanas de matanza, en los que el ejército francés había sido abrumado por la superioridad germana, que les atacaba con una fuerza arrolladora. Sebastian estaba seguro de que no podrían seguir escapando. París estaba muy cerca y si los alemanes llegaban a esa ciudad, Francia entera se rendiría y Marie caería en las sucias manos de los secuaces del Káiser.
Tragó otro puñado de carne y notó lo terriblemente salada que estaba. Pero eso no le importó. Ahora no pretendía saciar sus apetitos. No, lo que querría era coger fuerzas puesto que debía estar preparado. Había que defender el frente al coste que fuera preciso. Empezó a entender por qué les habían traído aquella comida. Por primera vez en más de un mes, les había dado de comer en abundancia. Eso solo podía significar una cosa: el Alto Mando esperaba batalla. Y él estaría dispuesto.
De repente, el cielo de la noche se iluminó y convirtió en día. Explosiones. El ruido de las deflagraciones era aún era lejano, pero se distinguía de forma nítida. La infantería alemana caería sobre ellos en pocos minutos. Pero a Sebastian no le preocupó: Había comido y recuperado fuerzas. Y había tomado una decisión: Si él podía impedirlo, Marie no sufriría los rigores de la guerra. Y si para evitarlo había de dar su vida, lo haría sin dudar.
¡Solo pasaran por encima de mi cadáver!
Pero nadie escuchó su juramento. El único testigo de la determinación de Sebastian, fueron las tranquilas aguas del río Marne que, majestuoso, esperaba tranquilo a que la batalla tuviera lugar en sus márgenes.
Francia, Septiembre de 1914.
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