DE DIOSES Y DE MONSTRUOS

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No es fácil ser el centro de una atención jamás buscada, de vivir apuntado con índices prejuiciosos y acusado sin razón.

Desde mi torre oscura sólo encontraba paz cuando contemplaba los campos repletos de gamones. Su color violáceo, su hermafroditismo y la toxicidad de sus tubérculos, son cosas que los convirtieron en mis hermanos.

Yo no elegí poseer mis múltiples malformaciones, fue algún sádico dios quien me jugó esa broma, ese error que todos se encargaron de inmortalizar.

Me condenaron a cubrir mi cuerpo con túnicas y a caminar con la cabeza baja para que la sombra escondiera mi rostro; pero nunca falta algún curioso. Me he encargado de algunos de ellos, pues mis malformaciones no son vanas, mi despiadado dios me proveyó de una fuerza anormal, tanto como lo soy yo. Es que mis manos, que no son como tus manos, son incapaces de sujetar algo sin destruirlo. Jamás podría con ellas acariciar a un ser querido, aunque a decir verdad todo el mundo me desprecia.

Me he mudado cientos de veces, he atravesado desoladas tierras escapando de más pueblos de los que podrías recordar; pero yo sí los recuerdo. Recuerdo cada insulto, cada mirada, pues el cruel dios que me creó me dotó de una memoria prodigiosa para que jamás olvide quién soy y quién no soy.

Aquella mañana sucedió lo inevitable: un grupo de hombres vino en mi búsqueda. ¡Malditos! ¡Juzgan a alguien sólo por su aspecto y resulta que yo soy el monstruo!

Rompieron la puerta y subieron hasta lo alto de mi torre. No los ataqué cuando los tuve enfrente porque, a pesar de mi acumulación de grises sueños rotos, en el fondo siempre fui un iluso. Creí que si me quedaba tranquilo podríamos tener una conversación que aplacara su ira, pero las almas de los hombres son amargas:

"¿Por qué no te mueres, monstruo? El mundo será un mejor lugar cuando ya no estés en él".

"¡Enfrenta tu destino, esperpento! No nos pidas misericordia, que te perdone tu dios".

Aquellos fueron algunos de los agravios que recibí, agravios que escuché toda mi vida pero siempre duelen.

Quise preguntarles el porqué de su cabreo, pero mis labios, que no son como tus labios, sólo producen barboteos cuando me pongo nervioso.

"Dinos que hiciste con Sabrina, ¡bestia! Desapareció hace una semana; tú la debes haber matado, tú la debes haber violado, ¡animal!"

No tenía idea de quién era esa Sabrina, pero ellos no estaban allí para explicarlo.

Uno de mis visitantes se abalanzó hacia mí con un cuchillo, pero me protegí con uno de mis brazos, que no son como tus brazos, desarmándolo al instante.

Lo sujeté de la cabeza y ejercí una fuerte presión sobre ella. Contemplé el pánico en sus ojos mientras mis dedos, que no son como tus dedos, evitaban que le llegara oxígeno al cerebro. Pronto su cráneo cedió, provocando un tragicómico chasquido.

Los demás enajenados me atacaron. Me defendí y lastimé de gravedad a varios de ellos, pero eran demasiados, incluso para mí.

Salté por la ventana rompiendo vidrios que no lograron lastimar mi escamosa piel. Caí de mi torre sin hacerme daño alguno, pues mis piernas, que no son como tus piernas, soportaron el impacto sin problemas.

Me vi obligado una vez más a abandonar mis proyectos y mis sueños, porque los monstruos no deben soñar, porque los monstruos no deben vivir, sino aspirar a sobrevivir.

Mis depredadores me persiguieron con hachas, machetes y diversos proyectiles que me lanzaban con furia.

Atravesé unos árboles y llegué al campo de gamones que solía contemplar desde mi torre. Siempre adoré a esas flores, quizás porque al igual que yo, son un estimulante alimento para cerdos.

Pero los gamones no me protegían como lo hacían los árboles, no había sombras allí en donde camuflarme, y de pronto sentí un dolor en mi espina irregular.

Continué corriendo lo más rápido posible y logré perder a quienes me perseguían. Mis pies, que no son como tus pies, me transportaron a una velocidad como jamás lo habían hecho y casi sin darme cuenta vi ante mí un precioso edificio. "¿Se tratará acaso de una iglesia?", pensé que estaba a punto de encontrar mi salvación.

Sentí el llamado de un dios que quería hacer las paces con mi alma; habría sonreído pero, debido a mis deformaciones, siempre me fue físicamente imposible hacerlo.

Continué corriendo sin sentir mis anómalas extremidades, faltaba poco para llegar a esa edificación con techo del color de los gamones. "¿Tendrá una cruz allá en lo alto?", "¿acaso mi salvador se acordó de mí?", me hice toda clase de preguntas porque en el fondo siempre fui un iluso.

Sentí el mayor sosiego de mi vida y quise levantar la vista y encontrar la cruz, pero entonces mis párpados, que no son como tus párpados, se cerraron.

 

Autor: FEDERICO RIVOLTA


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