Todo por la patria

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Riquelme había dudado mucho sobre el lugar donde se reuniría con su joven acompañante. Bien era cierto que el gimnasio era territorio común para ambos, pero había tantas diferencias entre ellos que esa peculiar reunión no hubiera pasado desapercibida a nadie. Si por lo menos se hubiera dejado ver con el hijo de su ex socio, Manolo, hubiera sido otra cosa. También era un chaval de veinte y pocos años, como éste, pero, a diferencia de Javier, que era como se llamaba, pertenecía a su mundo, al ambiente donde se movía, y por lo tanto no hubiera habido nada de particular que levantase sospechas en aquella reunión. Un partido de pádel; la ducha al finalizar; y luego la típica conversación que podía sostenerse con un chico de Nuevas Generaciones: los contactos con los peces gordos del partido; la contrata para la construcción del nuevo pabellón de deportes; el agradecimiento en forma de puesto en el consejo de administración en pago por la mediación de papá para aquella contrata. En fin, todo lo habitual para un chico de su estatus social.

Pero Javier era diferente. No era peor, ni mucho menos, que el hijo de su ex socio. Sin embargo, se hallaba a años luz de aquellos niños que vestían impecables polos y tan solo se dejaban ver en la Facultad; en las manifestaciones en contra del aborto o, los fines de semana, en alguna disco de lujo oyendo música chillout mientras conversaban con la hija de algún magistrado tomando algún refresco sin alcohol.

A Javier, como al hijo de Manolo, también le gustaba el deporte. Pero a diferencia de éste, prefería pasar las horas muertas estrellando sus puños y sus pies contra un saco de boxeo que compartir cancha en un partido de pádel con algún compañero de partido o con el propio Riquelme, que pese a sus cincuenta y dos años mantenía una forma física envidiable. En cuanto a sus temas de conversación se limitaban, básicamente, a la ferocidad de su pitbull, los conciertos de su grupo favorito, sus colegas y, sobre todo y ante todo, su país, su patria. Una patria por la que estaba dispuesto a darlo todo. Y fue precisamente en un pequeño barezucho, a unas cuantas manzanas del gimnasio, un tugurio en penumbra que apestaba a cerveza y en el que la música apenas permitía mantener una conversación medianamente coherente, donde Javier quiso demostrarle a Riquelme todo lo que estaba dispuesto a hacer por su patria.

Aquel todo, aquel sacrificio que con tanto sigilo le pidió Riquelme, consistía en hacerse pasar por uno de aquellos perroflautas que el próximo domingo se reunirían ante el ayuntamiento para exigir sanidad y educación públicas. Una suplantación que junto a alguna marquesina reventada y a alguna que otra piedra lanzada contra los antidisturbios lograría que aquellos guarros, como a Javier le gustaba definir a los organizadores de aquel evento, se llevaran su merecido. En realidad, algo relativamente sencillo que sólo requería una cierta discreción sobre dos aspectos de su apariencia: su cabeza rapada y las esvásticas que exhibía orgulloso en sus tatuajes.


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