Enfundó las tablas y se las llevó al trastero. No quería ya verlas, ni saber nada más del surf. Se había terminado la ilusión, qué jodido es esto, pensó ¿ será para siempre ?, y se angustió. Parece que ya nada de aquello tenía interés. Mierda de moda, la puta tele tiene la culpa, le martilleaba en la cabeza. Cuando antes había cuatro furgos en el parking, ahora había veinte y nada tenía ya que ver con lo de antes, otras caras, otras olas, la misma fisonomía de la playa había cambiado, ¿ serán los temporales, o seré yo ?. Había cogido manía a las furgos, a la fila de oteadores de olas de las 7 am, al revoloteo en el parking, al gentío en el pico... a que haya más gente en la playa que la que se encontraba luego en el pueblo. Ya no conocía a casi nadie, cuando antes conocía a todo el mundo, al menos de vista y se sentía en familia. El próximo en dejarlo seré yo.
Se fue a la montaña y respiró profundo. Todo silencio. Nada se movía. Se sintió extraño. Meditó y caminó. Se sentó y volvió a meditar. Y se fue a casa. Volvío. Y caminó largo por el monte. El corazón bombeó. Y encontró placer en aquello, aunque nada se movía. Disfrutó del silencio. Y volvió, esta vez, por misma inercia, casi sin pensar en lo que hacía. Y se alegró por ello. Caminó de nuevo y se sintió feliz, con ganas de saber hacia donde iba aquel camino y aquel otro. El corazón volvió a bombear. Sudó. Subió, se detuvo y pudo escuchar el viento en las hojas de los árboles. Y se sobrecogió. Llegó hasta a la cima y se emocionó ante la inmensidad, hasta el punto de llorar. Se sintió el inventor de una vacuna y le entraron ganas de contárselo a todo el mundo. Sintió frío y buscó el resguardo de unas rocas. Comió de una chocolatina y volvió a guardarla, como si de un pequeño tesoro se tratara. Dio un buen trago de agua que le supo a pura gloria. Joder, ha sido el trago de mi vida, pensó. Se sintió humano. Caminó de vuelta a casa a paso lento, muy lento...
Y quiso no decírselo a nadie.
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