De paseo con la muerte (parte 2)

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        De nada importaba lo mucho que corriera por aquel encharcado laberinto de árboles y fango, pues la marcha espectral se mantenía siempre pegada a mí, hiciera lo que hiciera, como una sombra homicida acosándome para inyectarme su veneno letal. Pero el origen de tal sombra no provenía de mí ni de ningún otro ser, que respirase al menos. Era la silueta umbría de la muerte, que venía de las entrañas del inframundo para llevarse a los vivos; para para segarlos del árbol de la vida con su guadaña infectada de horror y echarlos en el tiesto de las tinieblas, donde se pudrirán a oscuras durante toda la eternidad. Las viejas también decían que, con los despojos carnales de aquellos desgraciados cuya alma era arrebatada, la muerte estaba construyendo una torre de carne pútrida, tan alta que uniría cielo e infierno algún día. 

        De repente, y justo cuando mis fuerzas empezaban a flaquear, un puñado de casas se reveló ante mí como un ángel salvador bajo la lluvia. Sin poder apartar la vista de aquellas casas, avancé sin mirar dónde ponía los pies, resbalé y caí rodando a gran velocidad por la empinada cuesta que bajaba hasta el pueblo. El tronco partido de un árbol frenó mi vertiginosa caída, de una forma tan brutal que mis huesos todavía se estremecen cuando lo recuerdo. Roto de dolor, no tuve más remedio que levantarme y salir en busca de ayuda; pero el ángel salvador que acababa de ver bajo la lluvia se había disipado ya.

   

       El fulgor de un rayo burló la sórdida oscuridad del entorno, y durante un momento su luz desplazó a las tinieblas. Entonces, en las turbias aguas de mi memoria se reflejaron vívidas imágenes de mi niñez cuyo escenario eran aquellas mismas calles, ahora tan tristes y desoladas. Yo había nacido allí: ¿casualidad o burla del destino? Era muy niño cuando el pueblo fue abandonado, poco después de la guerra; pero jamás he sabido por qué, pues, cada vez que preguntaba, me contestaban con una evasiva (o con un bofetón, “por impertinente”). Hasta que me cansé o me olvidé de hacerlo. Ahora, y por mucho que me esfuerce en saberlo, los únicos que podrían contarme algo                                         de aquello están todos bajo tierra dando de comer a las malvas.

     Mis lejanos recuerdos me confirmaron que allí no había nadie, salvo mi miedo, la lluvia y yo; y también aquel fantasmagórico desfile, que volvió a retomar su marcha tras un nuevo tintineo. Los oí bajar por la misma cuesta por la que caí rodando apenas dos minutos antes. Llovía a cántaros, y el terreno de alrededor estaba tan anegado que no tuve más remedio que subir, casi trepando, hasta el camino que atravesaba el cementerio y acababa en la ermita. Más allá, todo eran tinieblas y hermética espesura; de modo que, lo único que podía hacer para seguir viviendo, aunque fuera un rato más, era alcanzar aquella ermita, entrar en ella y rezar por que la muerte se detuviera en sus puertas... He ahí mi brillante plan.

        Del cementerio tan sólo quedaban un puñado de cascotes de algunas lápidas anónimas y retorcidas cruces de metal oxidado clavadas en el suelo; más atrás, el jardín que bordeaba a la ermita se había convertido en un desolado paraje que nada tenía que ver con su antiguo esplendor. Los árboles de aquel jardín, los pocos que todavía quedaban en pie, eran ahora como guerreros mutilados guardando silenciosos la entrada del templo, y donde otrora se veían elegantes  setos intercalados con flores multicolor de seductor perfume, ahora sólo había una sórdida y compacta alambrada vegetal. Tras ella, estaba la puerta; detrás de mí, la muerte. 

         

     Me lancé contra aquel calvario de maleza revenida, era mi única opción si quería seguir viviendo. Con la piel ensangrentada y la ropa hecha jirones, finalmente llegué frente a un enorme portón de madera chapado con bronce, la entrada a la ermita. "¡Otra vez ha vuelto el ángel salvador!" pensé al ver que una fina rendija entre la puerta y el marco delataba que estaba abierta. La golpeé sin pensarlo, pero sus goznes estaban atascados por culpa de la corrosión, y no se movió lo más mínimo. Desesperado, embestí la puerta una y otra vez, con tanta fuerza que con cada golpe se desprendían trozos de la raída chapa metálica. Mientras, la marcha espectral me pisaba ya los talones; y yo, acorralado y presa de un miedo visceral que palpitaba en mis entrañas, no tuve otra alternativa que seguir golpeando como un poseso. Finalmente, y justo cuando las yemas de unos dedos helados rozaban mi nuca, los goznes cedieron y la puerta se abrió. 

 

     Atranqué la puerta desde dentro, como pude. Agotado tanto física como mentalmente, avancé un par de metros y me dejé caer boca arriba en el suelo frío y lleno de polvo. Trataba una y otra vez de recobrar el aliento respirando de aquel aire viciado que flotaba sobre mí como una niebla estanca, pero era tan denso que parecía quedárseme atascado en los bronquios, para luego entrar poco a poco en mis pulmones sin dejar apenas oxígeno. Pasaron unos minutos y empecé a vislumbrar un siniestro fulgor violáceo, formado por haces de luz que se filtraban a través de las vidrieras y confluían en el viejo altar, que todavía, y a pesar de los años, conservaba restos de algunas coronas de flores marchitas y dos grandes cirios a medio consumir, uno en cada lado. 


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