De paseo con la muerte (parte 3 y final)

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     Un murmullo apagado centró mi atención en los bancos situados frente al altar, a no más de veinte pasos de mí, y pude distinguir entre las tinieblas a unas turbias figuras sentadas en ellos. Tenían la cabeza gacha y la frente apoyada en las manos, como si rezaran, y entonaban, a muy baja voz, una vieja oración en latín que me resultaba tan turbadora como incomprensible. Poco a poco, y conforme mis oídos se fueron adaptando al timbre monocorde e inhumano de aquellas voces, me di cuenta de que repetían una y otra vez la misma frase lapidaria: Eram quod es, eris quod sum (Yo era lo que tú eres, tú serás lo que yo soy). 

        Alguien golpeó la puerta tres veces con rabia; y mientras el eco de aquellos golpes todavía rebotaba de pared en pared, volví a escuchar las mismas campanillas que tanto me espantaron en el bosque.  Cual perros obedientes, las siniestras figuras de los bancos se pusieron de pie, y acto seguido se giraron todas hacia mí. Me miraban fijamente, como si no existiese nada más en este mundo, y sin dejar de entonar su cántico blasfemo. Sonaron otra vez las campanillas y con un gran estruendo la puerta se abrió de par en par, empujada por un furor demoníaco que casi la destroza al golpearse contra los muros. 

     Un tufo pestilente a carroña se había adueñado del lugar y convertía cada bocanada de aire en un detestable castigo, casi tan horrible como la tétrica figura sobrehumana que acababa de traspasar la puerta. Medía dos metros o más, e iba cubierta por una capa de terciopelo negro que le llegaba a los pies. En su mano derecha portaba un cetro de plata en cuya superficie había tallados unos símbolos que no parecían de este mundo, y varios racimos de diminutas campanillas doradas culminaban por arriba aquella extraña obra de orfebrería. La figura se detuvo y estrelló el dorso del cetro contra el suelo de mármol, haciendo que sonara otra vez el pérfido tintineo infernal. El corro de feligreses, que ya me había rodeado sin que yo me diera cuenta, empezó a cerrarse cada vez más sobre mí… “Eram quod es, eris quod sum…”.

     La tenebrosa figura avanzaba lentamente, y cuando estuvo lo bastante cerca de mí, pude ver su rostro… Si es que se podía llamar "rostro" a una calavera llena de colgajos de carne podrida, todavía sangrantes, y cuyas pupilas eran como dos llamas de color rojo intenso crepitando con vigor dentro de las vacías cuencas. Abrió la boca, y entonces, justo cuando me habló, me lanzó su fétido aliento de muerte. Qué me dijo es algo que prefiero que quede entre nosotros dos, pues se trata de un secreto que los vivos no deben saber.

     Desperté bajo la misma encina en donde me había sentado a descansar varias horas antes. El sol estaba ya bien arriba, y la brisa matutina acariciaba la vegetación emitiendo un apacible sonido que se fundía con el canto alegre de los pájaros. Todavía confundido y, más que nada, temeroso de no haberme despertado totalmente de aquel mal sueño, comprobé si el suelo estaba embarrado y si mis ropas presentaban rasgaduras o restos de maleza. Pero el suelo estaba seco, igual que mis ropas, en las que tampoco hallé la más mínima señal del calvario de anoche. “Ha sido una pesadilla” me repetía aliviado, aunque todavía sin creérmelo del todo… Pero en aquel momento, me di cuenta de que lo único que realmente importaba en este mundo era volver a ver la luz de un nuevo día con ojos terrenales, y nada más. Agradecido por seguir vivo, regresé a mi hogar, no sin mirar atrás de vez en cuando.

     Y ahora que el final de mis días está cada vez más cerca, me pregunto: ¿realmente fue sólo un sueño? ¿Estará relacionado, de alguna manera, con la gravísima enfermedad que me está matando ahora mismo?  No dudo, ni aseguro, que se trate de una mera casualidad, o de una broma pesada que haya querido gastarme el destino como colofón final a una existencia a una existencia tan apacible como anodina; pero, desde entonces, y en cuestión de pocas semanas, lo cierto es que mi cuerpo se ha ido apagando de forma gradual y sin que ningún médico sepa decirme por qué. Primero se secaron mis piernas; después, mi tronco se fue volviendo más y más rígido, hasta dejarme postrado en una cama como a un monigote. Hace pocos días perdí el brazo izquierdo, y el derecho va por el mismo camino. De hecho, ya me cuesta controlar esta mano, con la que escribo, y mi mente se está nublando…

Todo se vuelve borroso…

Huele mal…

Campanillas…

Pasos…

Eram quod es, eris quod sum… 


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