Tanto Perfecto como Manolo no pudieron disimular su cara de fastidio. Que Riquelme hubiese ampliado su círculo de amistades era algo que ninguno de los dos podían reprocharle y ni mucho menos censurarle. Pero al igual que no se había hecho la miel para la boca del asno, el mullido tapizado de los asientos de su reservado era algo así como un Santo Santorum creado tan solo para industriales como ellos, el principal sostén económico de la nación, miembros del Opus o algunos de los destacados dirigentes del partido a los que, excepcionalmente, tan solo se les permitía que acudiesen en compañía de sus hijos que, por supuesto, debían ser miembros de Nuevas Generaciones.
Riquelme, que conocía demasiado bien a sus amigos, se dio cuenta de que para ellos había algo que estaba fuera de lugar en aquella velada sabatina, algo tan inusual como incómodo. Del mismo modo, observó que su joven acompañante parecía sentirse de más en aquel selecto club por la insistencia enfermiza con que se rascaba la cabeza. Así que, no contento con limitarse a privarles a sus compañeros de alegrías de los palmetazos en los hombros con los que siempre les saludaba cada semana, le espetó un seco yo no quiero nada a Irina, la ucraniana de ojos azules que siempre les recibía, cuando ésta le preguntó qué iba a tomar.
-¡Eh!, vosotros, una cosa quiero deciros. Si aquí quien quiera puede entrar con su hijo, este chaval es para vosotros y para todo el mundo como si fuese el mío. Y al que no le guste, ya sabe lo que tiene que hacer.
De inmediato, Perfecto, el más diplomático de los dos, se apresuró a poner paz de por medio. Para quitarle importancia a aquella situación tan incómoda para todos, trató de excusar el enfado que le causaba la presencia del joven con unos ataques de ciática que eran tan infrecuentes como poco convincentes para Riquelme, cuya cara de desafío apenas se dulcificó. Manolo, sin variar en su habitual sonrisilla socarrona, y sin saber siquiera qué excusa añadir, se limitó a esbozar un hombre, Riquelme con la esperanza de que su amigo le atajase lo antes posible con un bueno, Manolo, déjalo. Vamos a tener la fiesta en paz.
Y, efectivamente, tal y como esperaba Manolo, la cara de Riquelme se transfiguró con una sonrisa con la que zanjó aquella incómoda situación.
-Venga, chaval, cuéntales a estos
Con el preámbulo de un joer apenas imperceptible para aquellos cincuentones que se encontraban allí, el joven invitado, a instancias de su circunstancial padre, comenzó su relato plagado de numerosos pos resulta. Su hazaña y la de sus colegas se remontó a la tarde del miércoles anterior, cuando acudieron a la plaza de Villaricos, entre Blas de Lezo y Torres Julián, donde iba a tener lugar la movida, como llamaba lo que él y los suyos estaban dispuestos a hacer.
Se trataba de una plaza pequeña, una auténtica perita en dulce para su propósito. El recuerdo de aquel detalle, el de la estrechez de las calles adyacentes y las reducidas dimensiones de la plaza, le provocó una sonrisilla parecida a las de Manolo pero con un cariz diferente, algo parecido a una mezcla de maldad y satisfacción. La misma maldad y satisfacción que le llevó a él y a su grupo de amigos a esperar, antes de ponerse manos a la obra, a que varios de los ponentes de aquella asamblea ciudadana que se había convocado allí comenzasen a debatir en aquel espacio urbano sobre temas como los desahucios, la precariedad laboral o los recortes en educación y sanidad. Al fin y al cabo, las pretensiones de aquellos guarros, como le gustaba definirlos, serían igual de divertidas que las pedradas y los botellazos con que los obsequiarían él y su peña apenas veinte minutos después de que empezasen a hablar.
-¿Lo veis? Si es lo que os había dicho. Para mí, Javier, es algo más que un hijo.- Si apenas cinco minutos antes todo había sido tensión y malas caras, la improvisada confesión de paternidad de Riquelme fue recibida con una salva de risas a la que también se unió el nuevo miembro de aquellas veladas, cuya cabeza rapada y cazadora de cuero contrastaba escandalosamente con las engominadas entradas de aquellos hombres maduros que vestían trajes de Armani.
Manolo, el menos hablador del grupo, cruzó sus manos y, del mismo modo que un padre que conociendo las gracias de su hijo pequeño lo pone a prueba ante sus familiares le espetó un Entonces, ¿y? a lo que Javier repuso, tras una carcajada, un "Pudimos... fastidiarlos bien" que aún suscitó más risas entre los concurrentes.
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