La vela

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La magia de los objetos abandonados ha sido siempre un poderoso atractivo para los niños. Aquel chiquillo de nueve años, no era diferente de los otros, quizás un poco más observador y curioso. En todo lo demás era un niño como otro cualquiera de la ciudad. Por eso cuando vio una vela abandonada en la calle, la recogió como si fuese un tesoro. Estaba nueva, de cera brillante, y tenía escrito en su cuerpo cilíndrico la leyenda “Conócete a ti mismo”. Guardó la vela como algo prohibido, convirtiéndose de esta forma, en uno de esos objetos mágicos que crea la imaginación infantil.
Durante días la vela durmió escondida, pero una tarde que los padres del niño habían salido, el muchacho dio un salto y buscó lumbre en la casa. Con disimulo y astucia, como un nuevo Prometeo, robó el fuego de la cocina a espaldas de las mujeres. Luego se metió en un lugar desierto de la casa y encendió la vela. Un destello azul iluminó la estancia.
La llama formaba animales y juguetes, mientras el niño palmeaba asombrado y feliz de su hallazgo. Luego, tornó el fuego a dibujar cuerpos sensuales de mujeres, el muchacho asombrado miró sus brazos que se cubrían de vellos y sintió el belfo poblar su rostro. Quizás pasaron horas hasta que el joven se hizo adulto, de poblada barba, frente arrugada por la preocupación y comenzaron a doler algunas articulaciones, mientras la llama reflejaba grandes proyectos de estado, oro, casas y niños a su cuidado. Llegó la noche y con ella la vejez, el anciano hubo de tumbarse, sin dejar de mirar el fuego de la vela, dolido en todo su cuerpo, con el pelo cano y las manos temblorosas. El último fuego dibujó una calavera. Entonces el anciano expiró. La vela se había consumido completamente.
Los padres recogieron al niño inconsciente y corrieron con él hasta la casa del médico más próximo, el cual era viejo amigo de la familia. Aplicaron diversos emplastes sobre la frente y el pecho, mientras la madre del muchacho elevaba sus oraciones a Apolo y a Esculapio. Finalmente el chico abrió los ojos. El brillo extraño que había en sus pupilas fue interpretado como efecto del desmayo.
- ¿Cómo te llamas?- Preguntó bondadosamente el médico al niño. El galeno sonreía recordando la cantidad de veces que le había voceado que se marchara a jugar a otro sitio y no molestase a los pacientes.

- Sócrates.- Respondió el pequeño que había visto toda una vida pasar en horas y había comprendido lo absurdo de una existencia dedicada a contemplar la fugacidad de la luz de una vela.


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