Una triste historia (1ª parte)

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Emilio siempre fue un hombre desgraciado, muy desgraciado

 

cuya monótona vida no tenía sentido y pese a todo insistía en continuar para poder

 

vivir un día interesante.

Ya desde antes de nacer se notaba su pesar, pues sin poder evitarlo sufría de la

 

indiferencia de sus progenitores... aunque no era un desdén propiamente dicho,

 

tan sólo ignoraban su prematura existencia.

Pero lo que más le disgustó fue cuando notó suspirar a la madre en el que estaba

 

metido. Sabía que los lamentos eran por su culpa, notaba que era un indeseado y

 

por supuesto, detectaba que querían deshacerse de él. Pero luchó, aún tenía el

 

vaso de la paciencia bien colmadito y mientras que duró el tiempo de gestación se

 

portó bien. Ni una patada, ni un movimiento, el pobre, cuando completó los nueve

 

meses ni siquiera se atrevía a salir por no molestar ni ocasionar algo que hiciera a

 

su procreadora desesperar y dejarlo abandonado en un rincón.

Al ver la luz supo que su madre aún estaba allí, y que lo cogía... y que lloraba,

 

aunque dudaba si era del dolor provocado (cosa imposible porque el parto fue

 

provocado e indoloro) o de emoción al ver a tan dulce cosita.

El primer chaparronazo fue cuando, tras la auscultación de rigor y lavado, lo

 

dejaron en el nido junto a otros bebés.

Ninguno le dio la bienvenida, ni siquiera los más veteranos. Algunos eran recientes

 

como él, otros llevaban unos días y no dejaban de llorar para pedir comida.

 

Nuestro niño era tan bueno que aunque tuviese hambre no movía ni un dedo. Pero

 

se sentía solo, sin su madre, sin una figura materna que le diera alguna muestra

 

de cariño. Bueno, podríamos decir que la enfermera que se encargaba del turno de

 

tarde no computa como ente despendedor de cariño porque al fin y al cabo es ese

 

su trabajo, cuidar de los bebés durante su jornada laboral a cambio de un sueldo

 

decente. No obstante ella trataba a todos por igual y por supuesto con mucha

 

delicadeza, pero claro, eran muchas criaturas y es imposible dedicarse más a una.

La primera visita a la cama materna le resultó casi invisible. A nuestro niño se le

 

hincharon los ojos y no los podía abrir, imposible ver a su mamá, aunque era aún

 

pronto para ver a tan temprana edad. Se conformaba con sentirla y oír los latidos

 

de su corazón mientras le daba el biberón. No pecho, así dijo la madre. Se negó a

 

dar de mamar, una gran muestra de rechazo que encajó filosóficamente el

 

angelito.

Al llegar a casa todo normal, familiares, amigos y vecinos iban a verle por la

 

novedad, pero se pasó pronto porque enseguida le vino otro hermanito y ese sí

 

que nació con una buena barra de pan bajo el brazo. El papá era otro distinto al

 

suyo, del que nunca supo nada, un hombre muy atractivo y bastante alto que

 

nunca estaba en casa.

Su infancia discurría tranquila, a la sombra de su hermano, pero en absoluto

 

estaba desatendido. La frustración del protagonista de nuestra historia no es por

 

tener especialmente una infancia terrible. En absoluto, él junto con su hermano

 

tuvieron amigos, iban al colegio y hacían cosas propias de niños, aunque siempre

 

ejerciendo un poco de secundario cediendo el protagonismo a su carismático

 

hermano; personaje al que admiraba sin recelo y al que quería como a nadie en el

 

mundo.

Hasta bien cumplidos los dieciocho no volvió a tener un grave golpe en su corta

 

vida. La marcha de su hermano a la universidad le afectó enormemente. Ahora sí

 

que estoy solo, se repetía continuamente. ¿qué puedo hacer? Durante los meses

 

de otoño e invierno, justo antes de las vacaciones de navidad, Emilio, tras salir del

 

instituto (le iba peor que a su hermano con los estudios como se puede

 

comprobar) a fin de salir de la monótona soledad en la que estaba envuelto, iba a

 

la biblioteca. Pero no precisamente a leer, los libros le gustaban poco, sino a por

 

otra cosa. Tenía una extraña afición... coleccionaba resguardos de pedidos y los

 

ordenaba por fechas y año de edición.

En lo que llevaba de año había sacado más de trescientos libros y devueltos en su

 

fecha correspondiente.

De adulto Emilio empezaba a extrañarse de su soledad, y era normal, su hermano

 

se había casado y esperaba un hijo, y su madre le repetía constantemente que

 

tratase de hacer vida social, que no era bueno pasar tanto tiempo solo rodeado de

 

absurdas manías. Fue entonces cuando tomó conciencia de su situación. Una

 

tarde oscura de lluvia otoñal Emilio se encerró en su cuarto y tomó un álbum de

 

fotos. Ellas le ayudaron a dar un repaso de lo que hasta ese momento había sido

 

su vida y lo único que veía era un bebé, niño, adolescente,..., tímido y aislado.

Recordaba su niñez, los amigos del colegio...

De pronto se acordó de Bárbara. No sabía exactamente qué podría haber sido de

 

ella, la cuestión es que en una de las fotos, concretamente en las que estaba malo

 

en la cama de un hospital, aparecía ella postrada en la cama de al lado. A Emilio

 

ese episodio de su vida le ocasionó tal trauma que lo borró de su mente sin

 

percatarse de lo que había arrastrado al olvido. Su compañera de enfermedad

 

Bárbara había ingresado un par de días antes. Su patología era no menos grave

 

que la de su futuro compañero de habitación. Ambos sufrieron de una apendicitis

 

complicada que casi les cuesta la vida. Tuvieron que estar en el hospital unas tres

 

semanas. Cuando Emilio ingresó, recién salido de la sala post operatoria, Bárbara

 

lo esperaba ilusionada. Llevaba sola en esa habitación dos días y echaba en falta

 

niños de su edad....


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