El escudo del espartano (Parte 5: “Vientos de guerra”)

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Las estaciones se sucedían siguiendo las inalterables pautas establecidas por los Dioses desde tiempos ya olvidados. Las tierras de la Hélade eran cubiertas con mantos de hojas secas y de brillante nieve que, con el paso de los meses, dejaban su lugar a verdes alfombras de hierba salpicadas con multitud de alegres flores. Sin embargo, las colinas de Laconia, eterno dominio de Esparta, parecían ser un terreno vedado a todo tipo de manifestación artística de la naturaleza, como si la austeridad propia del modo de vida espartano afectara de alguna forma al entorno en el que se desarrollaba. Cada mañana el sol iluminaba por igual tanto los campos donde los ilotas cultivaban como los patios donde los espartiatas se entrenaban y, cuando caía la noche, todo quedaba envuelto por una sepulcral silencio que sólo era roto por el sonido de algún animal que entonaba sus cantos a la luna y las estrellas

No obstante, si bien la Tierra Madre danza en el universo al son marcado por la diosa Gea, otros son los fenómenos que rigen la historia de los simples mortales. Las noticias sobre la invasión de Sicilia por parte de Atenas, el principal rival de Esparta en el dominio por el Peloponeso, hacían hervir la sangre de la poderosa ciudad-estado. No había un solo rincón de ella en que no se hablara acerca de la inminente llegada de la flota ateniense al puerto de Siracusa. Muy lejos quedaba ya la Paz de Nicias que ambas polis firmaron, una tregua que no había dejado satisfecho a ninguno de los dos bandos y que no logró hacer desaparecer del todo las hostilidades durante los años que estuvo en vigencia. La guerra había estallado de nuevo y Esparta llevaba la mejor parte gracias a su gran victoria en Mantinea sobre Atenas y sus aliados, Argos y Arcadia. Sin embargo, Atenas se negaba a darse por vencida y ahora se proponía hacerse con el control de Sicilia y sus vastos recursos naturales que, sin duda, le darían alas para reponerse y hacer frente a sus enemigos espartanos.

Pero los Señores de Laconia no estaban dispuestos a permitir eso. Cortarían rápidamente esas alas, y lo harían con determinación y contundencia, aplastando sin compasión a los enclenques atenienses de tal forma que nunca más osaran volver a alzarse contra ellos. El sentimiento de unidad de todos los ciudadanos libres de Esparta impregnaba la atmósfera hasta hacerse casi palpable y la perspectiva de épicas batallas enardecía el alma de los espartiatas, jóvenes y viejos. El ansia de alcanzar la gloriosa muerte al servicio del Estado multiplicaba la fuerza de los golpes lanzados por los guerreros y aumentaba más si cabe su insensibilidad al dolor físico y mental.

Garnicles no era ajeno a ese estado de euforia y sus progresos a través del cruel adiestramiento en la Agogé estaban siendo increíbles. Aprendió más rápido que ningún otro a sumergirse en la inmensidad de la naturaleza, a sentir los ritmos que dirigen sus cambiantes ciclos. Se acostumbró a intentar escuchar hasta la más recóndita hoja mecida por el viento y a percibir la vida que se ocultaba en el más ridículo agujero. Entrenó y practicó hasta lograr moverse como un fantasma entre la espesura. La continua exposición a la crueldad de los elementos había dotado a su piel de una tonalidad oscura. Las plantas de sus pies parecían hechas de cuero endurecido, apenas habría sentido dolor al caminar sobre unas zarzas o sobre un brasero. En el aspecto militar demostró ser un excelente soldado, capaz de responder a las órdenes con la velocidad de un pestañeo. No tenía rival en el cuerpo a cuerpo, sus músculos eran duros como el mármol y flexibles como la hierba. La lanza y la espada eran como una extensión de su mente y su cuerpo, con ellas en las manos se convertía en un torbellino de destrucción capaz de atravesar armaduras y escudos.

A sus dieciocho años, el espartano había superado duras y terribles pruebas con una habilidad y estoicismo que habían ensombrecido hasta a los más brillantes pupilos de la Agogé. No obstante, no había un sólo día que pasara en que no acudieran a su mente imágenes de su increíble aventura en el bosque de las sombras y en la Cripta de los Caídos ¿Había sido un sueño o realmente había estado allí? El joven no tenía forma de saberlo y no se atrevía a contárselo a nadie, ni siquiera a Cleon, el fiel amigo de su fallecido padre. Su educación estaba enfocada exclusivamente a la guerra y no estaba muy versado en otros asuntos fuera del adiestramiento físico y militar. A pesar de ello, nunca había leído nada ni había oído hablar sobre un lugar semejante a aquel.

Pero si bien la curiosidad acerca de la posible existencia de la Cripta intrigaba sobremanera al espartano, lo que más colmaba los pensamientos de Garnicles era el formidable escudo que había visto flotar entre rayos de luz divina. "El escudo de un Dios, no cabe duda", esa era la única conclusión lógica a la que podía llegar. Pero, ¿por qué no había sido capaz de cogerlo? ¿por qué había retornado de forma tan súbita a su mundo en Laconia desde ese lugar más allá de todo lo que existe y se puede comprender con los sentidos?. Recordaba también con toda claridad lo que aquel extraño encapuchado le había dicho mientras le señalaba con una mano imposible de concebir en un ser humano. El escudo era su recompensa por la increíble hazaña de sobrevivir a los peligros de la Cripta y del Mundo Exterior.

«Para convertirte en su dueño y ser capaz de liberar todo su poder antes deberás comprender su misterio, su esencia. Sólo tú sabrás cuando ha llegado ese momento, y entonces el escudo cruzará abismos de oscuridad hasta llegar a ti, tal vez para salvarte la vida».

Eso había dicho aquel pavoroso guardián pero, ¿qué significado podía tener? ¿cómo se puede "comprender" el misterio de un arma, ya sea escudo, espada o lanza? Aquello no tenía ningún sentido. Lo único que Garnicles sabía es que el escudo, ese fabuloso escudo que le podría haber hecho imbatible en el combate, se le había escapado cuando ya lo estaba rozando con las yemas de los dedos. Por alguna razón no le habían dejado apoderarse de él. Esa era la única realidad, y era una realidad que le atormentaba y le enfurecía.

Un día, el joven se encontraba entrenando por su cuenta en una arboleda cercana a su barracón. Moviéndose con rapidez y elegancia, asestaba golpes con una espada de madera a enemigos imaginarios. Entonces notó algo a su espalda, una presencia que no era producto de su imaginación como el resto a las que estaba cortando por la mitad. Volvió rápidamente la cabeza.

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